martes, 27 de octubre de 2015

La vuelta al mundo de Nellie Bly, y otras historias que contar: Recorrer el mundo en 72 días (III).

El viaje que la haría mundial y eternamente famosa.


Cómo ser alguien fuera de lo común, cuando lo has sido ya tantas veces.

Después de sus diez días ingresadas en un manicomio que más bien era un auténtico infierno en la Tierra, parecía que Nellie Bly era capaz de casi cualquier cosa. Había investigado, escrito, publicado, sobre la explotación en fábricas, en el comercio y el servicio doméstico, sobre la discriminación y marginación de las mujeres de su país -de cualquier país, realmente- de todas las formas imaginables, y parte también de las inimaginables, y no se había cortado a la hora de denunciar corrupción política, o despilfarro de dinero público. Pero hacía falta algo más, Ella lo sentía, y su jefe, Joseph Pulitzer, también.
En otro momento, cuando Nellie no llevaba mucho tiempo en el New York World, pensó en que el periódico le pagara un viaje a Europa, y desde allá, partir junto a los más pobres inmigrantes europeos hacia América, para que la clase media norteamericana -de nacimiento, no sólo de ciudadanía- supiera por lo que pasaban la inmensa oleada de irlandeses, alemanes, italianos, judíos, polacos y demás europeos que estaban llegando al país de año en año. Como era de suponer, se le dijo que no, por ser muy caro y peligroso. Pero ahora, Nellie Bly era el periodista -no "la", sino "el", incluyendo hombres, casi todos, y mujeres, muy pocas todavía- de Estados Unidos. Era difícil, negarle según qué.
Nadie tiene demasiado claro, como nació la idea de dar la vuelta al mundo, intentando batir el récord de ochenta días del personaje de Jules Verne, en la novela de ese mismo título. Hay que tener en cuenta que Verne todavía estaba vivo, era una leyenda en Francia, y muy conocido -más de lo que podría suponerse hoy en día; prácticamente, como un Ken Follett, o quizá más- en todo el mundo. Aquello sí que era un desafío extraordinario, pues al fin y al cabo, la novela de Verne era ficción, y tampoco nadie había demostrado de forma fehaciente, real, que aquel recorrido, en tan poco tiempo, fuera posible.
Nellie cuenta que se le pasó la idea por la cabeza mientras, una noche, tenía una hoja de papel en blanco delante suyo, y notó que su mente estaba tan en blanco como ésta. Otros piensan que fue Pulitzer, el dueño del periódico, o el director, quienes tuvieron la idea, o que, incluso, tampoco fue suyo, sino que fueron una tercera persona -o más de una- quienes se lo insinuaron. Realmente, tampoco debería tener demasiada importancia. La cuestión es que la joven aceptó el reto sin pensárselo. Para tozuda, ella.
Lo que parece cierto es que, en el caso de que Pulitzer sí pensara en patrocinar una vuelta al mundo, no pensó en ella en la que la realizara. Debió haber en la oficina del editor una discusión terrible, en la que él insistía que una mujer no podría realizar tal hazaña, porque resultaba evidente que tendría que ir acompañada -realmente, tal vez no habría podido explicar de forma totalmente lógica y estructurada el por qué: simplemente, las mujeres no viajaban solas, y todavía menos al extranjeros, y se acabó-, y ella le amenazó que, si mandaba a otro periodista en su lugar, ella partiría un par de días antes, y trabajando para otro periódico. Pulitzer debió contraatacar, argumentando que las mujeres realizaban viajes con tanto equipaje, que tardaría mucho en prepararlo, aparte de que no resultaba práctico ir contra reloj sobrecargada de maletas. En realidad, no era del todo falso lo que decía, pero él se imaginaba a viajeras británicas victorianas, que marchaban a la India o a Arabia, bien con sus maridos, bien solas, pero con una enorme carga de equipaje de todo tipo. Pero ella era mujer de otra pasta, y también de otra época -aunque realmente fuera casi contemporánea de algunas de estas viajeras en las que su jefe debió pensar-, y no necesitaba llevar medio fondo de armario para su hazaña. Apenas un abrigo largo a cuadros -el que tantas veces se puede ver en sus no muy numerosas fotos, y que parece unido a su figura e imagen, como si lo hubiera llevado toda su vida-, un bolso con ropa interior, un mínimo de productos de tocador, una barra de labios y, parece, crema para el Sol. Y en otra bolsa, colgada del cuello, dinero británico -unas 200 libras esterlinas- y estadounidense, y moneda en oro. Prácticamente, higiene y dinero, y poco más. Con eso empezó su aventura, un año después de haberlo propuesto a su editor -ella tuvo la idea, o se la insinuaron, o lo que fuese, en 1888, pero no fue hasta el 14 de noviembre de 1889 que partió a la buena de Dios-.


Un par de viñetas -la primera antigua, la segunda parece que bastante posterior- sobre la reunión-entrevista entre Bly y Verne. Por mucho que ambos parezcan muy amigos, la realidad debió ser algo distinta, porque parece que acabaron saltando chispas, entre la periodista y el escritor.

Desde el puerto de Hoboken, en el estado de New Jersey, llegaría a Londres, donde ya era conocida, de allá, en barco, llegaría a Calais, en Francia -el paso de Calais es el paso natural de Gran Bretaña al continente, o viceversa; al menos cuando se hacía sólo en barco, y no por un túnel subterráneo, para vehículos de motor y ferrocarril, aunque aquí también, optaron por el mismo recorrido, poco más o menos-, pero en lugar de seguir a toda velocidad, decidió marchar en tren a París, y no dudó en presentarse, nada menos, que delante de la puerta de la casa del mismísimo Verne. Al abrir y encontrarse a aquella joven -de la que, evidentemente, algo tenía que saber, debido a lo mucho que se había hablado de ella, y su deseo de dejar atrás al ficticio Phileas Fogg-, se llevó, sin duda, una sorpresa. La trató con educación, pero también con cierta benevolencia, casi paternalmente. "Si consigues dar la vuelta al mundo en 79 días, te aplaudiré con ganas", le dijo. Pero dudaba de que una chica tan joven, sola, con un apoyo de su diario más bien relativo, pudiera realizar semejante periplo. La entrevista -eso fue, y la incluyó en sus artículos, en su futuro libro- casi acaba como el Rosario de la Aurora. Sencillamente, Verne, como casi cualquier otro hombre de su época -no es que fuera más machista que los demás; era hijo de su tiempo- no entendía que Nellie viajara con un bolso de mano, lo que sería una maleta ligera, y otra colgando del cuello. Debía fracasar, cansarse, asustarse... ¿no era eso, lo que hacían las mujeres? Necesitar de la ayuda de un hombre, su protección, su consejo... hasta insinuó si, como su británico personaje imaginario, en la India se entretendría salvando a una viuda a punto de ser quemada viva. "Tal vez salve a un viudo", le respondió. Cuando se marchó, muy probablemente, Verne respiró más tranquilo. Y se olvidó de ella, pensando en el tiempo que aquella muchacha tan segura de sí misma iba a perder. 

Una de las pocas fotografías de cuerpo entero de Bly, con su famoso abrigo largo a cuadros, y su maletín de viaje.
Desde París, viajó, también en tren -en aquellos trenes de vapor, en aquella época- a Italia, partiendo de Brindisi, en Apulia -el tacón de la bota italiana- hacia Port Said, en el Egipto británico -el hecho de que una parte importante del mundo perteneciera, formara parte, de un mismo imperio, el británico, también facilitaba las cosas, y más todavía, a los anglófonos-, de allí a Ismailia, Suez -el canal, era visto todavía como una reciente, sus obras habían finalizado apenas veinte años antes, y era visto con orgullo como el gran ejemplo de que la tecnología de Occidente podía con todo, y conseguirlo todo, también-, Adén -en la costa del actual Yemen; aquella parte de dicho mísero país, en el extremo sur de la península de Arabia, era también británico, con el nombre de Hadramaut-, Colombo -Sry Lanka, o Ceylan-, Penang -una pequeña isla al oeste de Malaca, en lo que ahora es Malaysia, nación que, por entero, era también británica en aquellos años-, Singapur -lo mismo, británico, gran centro comercial y militar-, Hong-Kong -más o menos, otro Singapur, pero con menor peso militar, y mayor comercial- y Yokohama, en Japón. En aquella época, el Imperio del Sol Naciente, bajo el emperador Mutsuhito, había tomado la senda del desarrollo económico y tecnológico, y era considerado por los anglosajones de todos los continentes como el más civilizado de los países de Oriente, y, para no pocos de ellos, como un amigo y aliado de fiar. Alguien en quien podían confiar más que, por ejemplo, en la decadente China. Medio siglo después, se llevarían una amarga decepción. De allá, llegó a San Francisco, donde Pulitzer alquiló un tren privado, para que pudiera llegar a Nueva York sin problemas. Cuando llegó a la ciudad que estaba a punto de ser la capital del mundo, se comprobó que su viaje había durado, exactamente, 72 días, seis horas, once minutos, y catorce segundos, y casi 25.000 millas recorridas alrededor del globo. En números redondos, había batido el récord de Fogg, un personaje imaginario, que siempre contaba con la inestimable ayuda de su padre literario, en ocho días. Un británico, imaginado por un francés, vencido por una norteamericana. Y algunos destacaron que "por una mujer"; como queriendo decir: "si una mujer es capaz de eso, ¡imaginad un hombre!". Claramente, no habían entendido nada.

Otra de sus fotografías más famosas: aparentemente, despidiéndose de sus lectores, presta a viajar alrededor del mundo.

Uno de las portadas del New York World, donde, como si fuera un juego de la oca, se podía seguir el viaje de Bly, día a día, con una imagen representativa de los lugares que visitaba.

"El diario de Nellie Bly", aunque no fue escrito realmente por ella -abajo se ve quién lo escribió realmente-, fue parte de la literatura que sobre la joven se iría escribiendo hasta, prácticamente, hoy día.


El trabajo de su vida, que le sobrevivió hasta la actualidad.


Como era de esperar, Bly se transformó en una celebridad, y todo el mundo quería conocerla. Era admirada y querida, y los artículos que enviaba desde sus distintos destinos batían récords de venta. Utilizó toda la tecnología de finales del siglo XIX, el siglo donde ésta dio pasos de gigante, como probablemente nunca lo hizo, ni lo ha hecho todavía. Viajó en tren y en barco, mandaba telegramas para hacer saber que había llegado sana y salva a tal o cual ciudad, aunque los artículos propiamente dichos -o sea, los textos más largos- los enviaba por correo, si bien es de suponer que en no pocas ocasiones usaría la valija diplomática, con la que contaban embajadas o consulados norteamericanos repartidos por el mundo, o cualquier otro medio que hiciera que sus paquetes fueran más rápido que por correo normal. Era ya una persona conocida en casi todo el mundo, y donde no sabían de ella, bien supo de hacerse conocer. Siempre encontraba, entonces, alguien que la ayudara, aunque sólo sea con alguna información. Y de no ser así, la buscaba, y al ser tan insistente, casi siempre la encontraba. 
El estilo de periodista de Nellie, como es de suponer, no era profundo y pomposo, tampoco era, ni podía ser, especialmente literario -no estudió la carrera, como en realidad, muchos otros periodistas de la época, y aunque tenía cultura, tampoco había tenido tiempo de instruirse de forma extrema-. Tenía la obligación, y además aquello correspondía a su carácter, de escribir de forma clara y concisa, pero también con enorme fuerza y poder de convicción. Sabía atraer, interesar, fascinar y, sobretodo, enfurecer, concienciar, esclarecer. Era la escritura que correspondía a alguien como ella.

              

    
A la izquierda, se puede ver el dibujo que ilustra la tapa de un juego de mesa basado en el viaje de Bly. La muñeca tal vez fue algo posterior, pero bien podría ser actual. Bly sigue siendo un personaje atractivo tanto para las niñas, como para las mujeres -y hombres- adultas actuales.

El juego por dentro. Fue tan popular, se vendieron tantas unidades, que aún hoy en día se puede encontrar de venta en la web, o en tiendas de antigüedades de Estados Unidos.

Gracias a ella, es posible conocer cómo eran Inglaterra, Italia, Egipto, Malasia o Japón en aquella época. Se reunía y hablaba -en realidad, entrevistaba, muchas veces sin que el interpelado se diera ni cuenta- tanto a gente importante y adinerada, como a los más pobres de los pobres. Hablaba de la situación de la mujer a lo ancho y largo del mundo, y descubrió que el machismo y discriminación de su país, aunque grande, muy grande, eran casi siempre inferiores a lo que encontró en todas partes. Se interesaba por la economía, las condiciones sociales de la mayoría de la población, la situación política, y en China -llegó a Hong-Kong, colonia británica, pero quiso conocer la "China auténtica"- visitó un establecimiento de leprosos, para que así se supiera en su tierra que una enfermedad tan terrible, que sonaba ya a Edad Media, todavía mataba a tantos en tantas partes. Sin duda, si Nellie Bly fuera un personaje actual, si hubiera realizado su viaje en estos tiempos, habría conseguido ser una celebridad en la red, y su blog sería visitado por multitudes, lo mismo que sus vídeos. Eran otros tiempos... ¡qué tiempos!
De sus artículos, y sus recuerdos y experiencias de las que no pudo, o quiso, hablar de forma más extensa, nacerá su última obra, y la más conocida "La vuelta al mundo en 72 días", que todavía sigue siendo un clásico de la literatura de viajes, además de un testigo de ese mundo de hace más de un siglo.
Pero si Bly ha resistido el paso del tiempo, al menos, en su país -en España sigue siendo una gran desconocida, y sus obras hace muy poco, que han sido traducidas al castellano, y apenas hay libros biográficos sobre ella-, no se puede decir de otra mujer fuera de lo común, periodista como ella, que también logró la misma hazaña, y con apenas unas pocas horas de diferencia -y por tanto, también ella, se adelantó al flemático Phileas Fogg-: Elizabeth Bisland, enviada del Cosmopolitan, una publicación, también de Nueva York, más elitista y menos popular que el World de Pulitzer, y que además salía a la venta de forma mensual, lo que hacía que las crónicas de Bisland, quizá menos vivas, pero también más literarias, no pudieran tener la misma acogida que las de Bly. Aún así, logró, ella también, dar la vuelta al globo, y su historia bien merecería ser contada de forma independiente, y no sólo como una nota a pie de página de la historia de Bly.
         

 

           

   
Pastillas de olvidados doctores, probablemente de efectos inofensivos, pero poco eficaces. O algo peor. O quizá avanzadillas de la medicina moderna. Daba igual, pues en ocasiones, el personaje de Bly, heroína popular, ilustraba las cajetillas donde se vendían. En la ilustración de arriba a la izquierda, se le ve adelantando, y riéndose también, del mismo Fogg, el personaje de Verne.

¿Y después de todo aquello, que hizo Bly? Pues entre otras cosas, casarse. ¿Casarse, y con un hombre cuarenta años mayor que ella, la mujer más independiente imaginable? Ella era hija de su tiempo, y vivía en una determinada sociedad, de la que formaba también parte. Y por lo visto, quizá no se casara lo que se dice enamorada, pero sí sentía algo especial por su rico -porque era rico, sí- futuro esposo. Pero eso es ya otra historia.

2 comentarios:

  1. Interesante,lo he programado en mi blog http://julesverneastronomia.blogspot.com

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    1. Gracias por comentar. Visitaré tu blog, pues Jules Verne es, por sí mismo, un personaje de lo más interesante.

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