La caída de Constantinopla
miércoles, 16 de abril de 2025
Despedida de los prerrafaelitas: ¿Han sido históricamente minusvalorados en la historia de la pintura europea?
Una última entrada sobre un tema al que dediqué tanto tiempo, y tanto me llenó.
Así pues, hay que reconocer -al menos, así lo hago yo- al prerrafaelismo como uno de los movimientos artísticos más importantes e influyentes del siglo XIX, así como la pintura británica por excelencia, y sus obras se pueden ver tanto en museos, como en exposiciones y colecciones privadas -que por desgracia, no siempre están a la vista del público-.
Finalizando el blog: Un par de párrafos sobre el recordar los tiempos jóvenes.
Todo lo que empieza, tiene que acabar.
I.- LA MÚSICA, LA NOSTALGIA Y EL TIEMPO. EL CÓMO Y EL DÓNDE ESCUCHARLA.
Podría decir que desde hace
bastante tiempo escucho poca música, pero creo que más bien debería decir
mucho, mucho tiempo. Cuanto, no lo sé, porque tampoco es que haya pretendido
nunca saber desde cuando hago o dejo de hacer tal o cual cosa, y más, cuando
considero que no son especialmente importantes.
Viene esto a cuento porque no es
que quiera decir que la música ya no me interese. Realmente, creo que me interesará,
que necesitaré escucharla, y aún más, conocerla –ir más allá de la simple
escucha, y conocer todo lo a fondo que pueda estilos, épocas, artistas, y lo
que sea que tenga que ver, tecnología incluida-, mientras viva. Sólo que, igual
que esa vida, tanto la parte vivida, como la aún por vivir, ha ido cambiando,
también ha cambiado la forma de ver o sentir cualquier cosa.
En otra época, pues otra época
sería, la música podía escucharse, mucho y a casi cualquier hora, en la
televisión. En una época sin plataformas –sí, existió; como también una época
sin móviles, aunque esa sea otra historia-, sin canales de pago, y, esto sería
lo más sorprendente, con sólo dos canales: la 1, y la 2 –o VHF, a saber por
qué; nunca supe qué significaban esas extrañas siglas-. Curiosamente, cuantas
más cadenas hubo, menos música. Y quizá, bien pensado, eso tenga cierto sentido
–comercial, pero sentido al fin y al cabo-: las privadas decidieron que los
programas musicales no salían a cuenta, y decidieron extirparlos de su programación.
La pública debió pensar lo mismo, y aunque las audiencias tuvieran una
importancia secundaria, no dejaban de tenerla, así que, eliminando los
programas musicales, debieron pensar que barrían con un tipo de programa tan
anticuado como costoso. Y en realidad, ni eran tanto lo uno como lo otro, pero
a ciertas alturas, ¿qué más daba ya?
Después de casi desaparecer en
televisión –exceptuando algunas alocadas aventuras de madrugada-, lo siguiente
fue la radio. No es que no exista la radio musical, desde luego, pero pasa otra
cosa: si los jóvenes ven cada vez menos la televisión, ya no digamos escuchar
la radio. Se podría decir que a la radio nos enganchamos los mayores de 40
cuando éramos adolescentes, o al menos, veinteañeros, y muchos no la hemos
olvidado. Pero sí pasamos de los 40 principales o Radio 3 a lo que se llama
radio generalista, donde se hacen programas de todo tipo. Sí que existen desde
hace tiempo emisoras nuevas de música llamada “vieja”, pero no dejan de ser
recordatorios de lo que escuchábamos, y que seguimos queriendo escuchar. No son
emisoras que pongan a cada momento mucha gente –ni poca; no son pocos los CDs
recopilatorios que han salido al mercado llevando el nombre de dichas emisoras,
tipo Rock FM. Yo tengo un CD de ese tipo, y lo disfruto mucho-, pero sobretodo,
habría que tener en cuenta a qué franja de edad va dedicada, aunque,
evidentemente, la puede escuchar quien le dé la real gana: entre los cuarenta y
los cincuenta y poco. Los que escuchamos la misma música, conociendo y reconociendo
los nombres de los grupos o artistas, y los títulos de las canciones, e incluso
los LPs originales de los que formaban parte, claramente somos muchos, pero
envejecemos, y en un futuro –espero que lejano-, si no hay entradas de gente
nueva, nuestro número irá reduciéndose hasta quedar reducidos a la
insignificancia. Es ley de vida. O del fin de la vida, más bien dicho.
He hablado de televisión y radio,
medios cada vez más abandonados por la juventud. Y por juventud, incluiría
desde pre-adolescentes de apenas 13 o 14 años, hasta gente que ronda los 40, o
casi. Si los primeros viven, literalmente, en las redes sociales –cada vez más,
cambiantes, y cuya importancia crece o disminuye, hasta ser algunas casi tan
desconocidas como indescifrables para gente de cierta edad, y no hablo de
abuelos precisamente-, y echan no un ojo, sino los dos, en Netflix, Disney+ y
compañía, los que tienen entre 30 y 40 invierten su tiempo, principalmente, en
dichas plataformas digitales. Y además de todo ello, los videojuegos, que lo
mismo atraen a niños como a jóvenes y no tan jóvenes. Para muchos, la
televisión en abierto son un programa un día, una serie por la tarde, y poco
más. Y aún éstos, mejor verlo tras su retransmisión, en las redes sociales o en
las webs de los canales, colgados para que puedan ser vistos el día y la hora
que mejor vaya. Algo, por lo demás, muy práctico. Yo también he visto no pocas
películas o series en la web de RTVE, o contenidos de todo tipo en youtube.
Y sí, youtube, también VEVO, aunque
aquí, sólo vemos música reciente, y contenido exclusivo. Sería campo de uso y
disfrute de gente más joven que el que suscribe -aunque he tenido, al menos,
interés suficiente por explorar un canal de videos realmente interesante y bien
montado, eso es cierto-, son el presente, y también el futuro. Quizá sólo un
futuro a corto plazo, pero lo es y será. Reconozco que donde más escucho música
no es en mi cadena musical, sino en mi ordenador y, en menor medida, mi móvil.
Youtube es atractivo, y muy adictivo. Además, te permite señalar cualquier
canción –o lo que sea- que te gusta, y lo tendrás a mano en cualquier momento.
También habría que decirlo claro: incluso los más mayores, ya no digamos los de
edad mediana, nos hemos adaptado lo mejor que hemos podido a los nuevos
tiempos. Sobre todo, cuando esos tiempos nuevos también traen cosas buenas, o
al menos, interesantes y atractivas.
Ya se ha hablado un poco, y de
una forma un poco desordenada –sólo un poco; el orden es parte de mi carácter,
así que espero que resulte, al menos inteligible-, por la televisión y la
radio, por las plataformas e internet. Todo eso hace que eches de menos muchas
cosas, y no te adaptes demasiado a otras, pero también, que una vez que te
molestas en conocer lo que es el presente, y en usarlo a menudo, te das cuenta
que a veces, cualquier tiempo pasado no tuvo que ser, por fuerza, mejor. Ahora
me viene a la mente otra cosa: lo que se llamaría la “música física”.
¿Y qué es la música física? Pues,
sencillamente, los soportes físicos para escucharla: los discos –o como decían
los más entendidos, los vinilos-, los casetes o cintas, y los CDs. Caso aparte
serían los DVDs, con sus colecciones de video-clips –o vídeos, simplemente-,
como el que tengo de Depeche Mode, y que en los últimos tiempos regalaban
–bueno, se lo cobraban, pero no dejaba de ser un valor añadido para fans e
incondicionales-, junto a los CDs, con sus conciertos –nada que ver con los que
alguna vez se escucha en La 2, con un sonido discutible, y un escenario de lo
más pobre-, y hasta con entrevistas y mil pijadas que, cuando eres joven y
seguidor activo de algún grupo o artista, lo agradeces, aunque se traten –lo
acabas viendo con el tiempo- chorradas. Esto último, los DVDs, parece que
todavía existen y se venden, o al menos, tuvieron su éxito hasta hace, como
quien dice, dos días. Los grupos coreanos –el K-pop- son muy aficionados a
ellos, y se lo curran de verdad. Hasta hacen libros-CDs que, aunque para
alguien de mi quinta y de sexo masculino no tengan interés en el sentido
musical, sí lo tiene en caso de querer verlo como ejemplo de cómo vender un
producto. Y muy bien, por cierto. Quizá por eso están en todas partes, y se
están comiendo el mercado musical.
Todavía hay tiendas de música
física. De hecho, en el último año me he animado a comprar no uno, sino varios
CDs. Y eso, contando los que me ha regalado mi hermano, quizá serían diez o
doce, no sabría decir bien. Pero dejando aparte esos fascinantes espacios de
objetos anacrónicos, para amantes de la tecnología analógica, y lo que se pueda
encontrar en mercadillos matinales, tiendas de segunda mano –productos en
general, y por lo que he visto, en particular de libros- y alguna cosilla en
wallapop y webs y apps de compra-venta, esa música física, como también el cine
o series de la misma naturaleza –DVDs- prácticamente han desaparecido de las
grandes superficies comerciales, que es donde cada vez más gente compra cada
vez más de todo. Pero no solo ahí. Incluso, en las tiendas o superficies de
gran tamaño dedicadas total o mayoritariamente a la tecnología, a la
electrónica, han ido o desapareciendo, o, al menos, reduciendo su espacio. De
secciones completas, aunque no ocuparan un gran espacio –al fin y al cabo, se
trata de objetos pequeños- han quedado reducidos a pequeños rincones, aquí o
allá. “¿Dónde metemos los CDs?” “Por algún huequecito vacío que encuentres por
ahí. Total, si son cuatro, que apenas hay ya novedades de música en CDs, todo
se baja por spotify”. Y así es, amigos, y un ejemplo de ello fue lo que me ha
sucedido estos días: al tener nuevos CDs, mi torre no era suficiente para
acoger las novedades, así que decidí comprar, si no otra torre, aunque fuera
más pequeña, sí algún tipo de cajón con ranuras para guardar, no sé, diez o
doce CDs. Pues no hubo forma de conseguir uno. Los busqué en papelerías, chinos,
tiendas de todo-un-poco y mercadillos. Pero nada. Imposible. Sólo quedaría
internet. A lo sumo, en la tienda de música –por lógica, me dije, allá tendrán
alguno-, pero no me pudieron vender lo que yo quería. Sólo unos cajones largos
y farragosos, con su tapa, caros y que ocupaban mucho sitio. Serán muy monos, o
pijos, o lo que sea, pero no tenía ganas de gastarme al menos doce euros por un
trasto que me ocupaba demasiado espacio donde no debería ocuparlo. Prefiero
guardar los CDs en vertical, pero parece que sólo se puede hacer en horizontal,
y de mala manera. Pues nada, busco una cosa antigua, para guardar cosas también
antiguas, porque yo también debo ser antiguo. ¿A quién le importa, vamos a ver?
Lo mismo que las torres y cajones
de CDs se han vuelto inencontrables, también hay algo que ha cambiado, y que
resulta un anacronismo inexistente en la vida y ocio de la mayoría de la gente
joven: la cadena musical. Si el transistor es una antigualla de películas de,
como mínimo, los 80, y el radiocasete ha desaparecido con la cinta –o vegeta,
casi sin uso, en algunas casas-, la cadena fue perdiendo tamaño y peso cuando
desapareció el tocadiscos de la parte superior, la doble pletina se quedó en
una –nada, ya, de hacer grabaciones caseras de una cinta original a una
virgen-, y se pierden mil mandos y botones que, la verdad, poco o nada
usábamos, porque nunca quedó demasiado claro para qué demonios servían. Yo tuve
que sustituir la mía, mucho más pequeña, pues en lugar de tocadiscos tenía
reproductor de CDs, y con dos pequeños altavoces –porque esa era otra; las
antiguas, las grandes con tocadiscos, tenían dos armatostes de madera o
plástico y tela que había que colgar en la pared con alcayatas, o meter donde
pudieras-, independientes, pero a uno y otro lado del cuerpo o bloque de la
cadena. En su lugar, compré por correo –Amazon, pero con el dinero de una
cuenta regalo por ganar un concurso; no me gusta ni me fio del comercio online-
una monería donde se pueden escuchar CDs y cintas –tenga bastantes, así que por
eso busco cadenas o aparatos que las reproduzcan; algún día imagino que se
acabarán, y tendré que sustituir las cintas que pueda por su equivalente en CD,
o lo que haya. Realmente, hace ya tiempo que lo voy haciendo-, de plástico
malo, un asa para moverlo de sitio –pesa muy poco, y es muy pequeña; en eso,
hemos ganado algo-, y unos altavoces redondos pequeñitos, que forman parte de
un todo, pues la cadena, que realmente
no creo que sea tal, no está dividida en partes independientes. Es práctico,
pero aparte de que no me convence el sonido, y de que la radio no se oye
–tampoco me importa, yo la radio la escucho en la cama, y tengo un aparato que
también es reloj y alarma, en la mesita-, es que no tiene prestancia. Es como
la ropa: toda viste y te tapa, pero hay clases. Cuando era joven, o niño –creo,
que antes incluso de mi nacimiento-, para cualquier persona que comenzaba a
tener ingresos económicos, pero que no tenía todavía edad para meterse en una
vivienda, o en pensar en comprar por sí mismo muebles o electrodomésticos
varios, el comprar una cadena de música, y más todavía si era de cierta calidad
y atractivo externo, era como la primera gran compra que podías hacer. En
aquellos tiempos, no había móviles, o
comenzaba a haberlos, pero aparte de llamar o enviar SMS -¿alguien los envía
todavía?-, no se podía hacer nada más con ellos. Luego también vendrían –o al
mismo tiempo, depende-, el carnet de conducir y el coche, normalmente de
segunda mano –o heredado; y claro está, también usado-.
Después de “disfrutar” de un par
de cadenas que tuvimos en el comedor, enormes y con tocadiscos, que se cascaron
pronto, con veintialgo me compré la mía propia –dejando aparte algún sucedáneo
de pésima calidad, marca blanca de alguna gran superficie-, para mi cuarto, que
al tener sólo reproductor de CD y cinta, ocupaba mucho menos, y era como una de
mis propiedades más preciadas. Cuando se estropeó, y no pude encontrar donde
arreglarla –los servicios técnicos también han ido desapareciendo-, la verdad
es que me dolió mucho. En cuanto vuelva a tener ingresos, quizá piense en
sustituir el cacharrito que tengo por una nueva cadena, de esas que visten las
habitaciones individuales, por pequeñas y sobrecargadas de trastos que sean.
Será quizá producto de la nostalgia, pero yo lo veo de otra manera: una cadena
musical, como un paraguas, te puede durar muchos años, y no acostumbras a tener
más de uno al mismo tiempo. Así que, si te van a acompañar durante mucho
tiempo, elige bien, y escoge calidad. Y si es algo bonito, mejor.
Ahora sólo me faltaría hablar de
la música propiamente dicha, después de extenderme, quizá en demasía, de cómo y
dónde escucharla. Pero eso, será en otra ocasión.
II.- LA MÚSICA. LO QUE SE ESCUCHA Y LO QUE SE ESCUCHABA.
En la anterior entrada, o
artículo, o lo que fuera –no sabría cómo llamar a algo que, en realidad, no
está pensado para que lo lea nadie en particular- hablé, haciendo un espero que
no excesivamente pedante ejercicio de nostalgia, de cómo y dónde se escuchaba
la música en tiempos en que era joven, y antes de ello, niño o adolescente, y
hasta bien entrada la treintena. Ahora, quizá sería interesante –al menos, para
el que suscribe esta historieta- comentar algo sobre lo que se escuchaba.
Siempre, siempre, se ha pensado
que la mejor música es la música del presente. La que se puede escuchar de
artistas no ya vivos y más o menos sanos –al menos, físicamente-, sino que se
puedan ver y escuchar en persona, en conciertos y actuaciones, o en épocas más
recientes, por radio, televisión o en ordenadores o móviles. Lo que diríamos,
“lo que está de moda”. Sin embargo, una cosa es lo que más suena, a lo que más
visibilidad se le da, y otra es la música en su conjunto que pueda escucharse
porque sus intérpretes todavía están entre nosotros, aunque su momento de mayor
gloria ya haya pasado. De hecho, es estos tiempos, en que tanto artistas –si no
se quedan por el camino- y la población en general vivimos cada vez más y
mejor, no es extraño que el que se hiciera masivamente famoso de joven, pueda
todavía publicar discos -entendiendo como tales los LPs y sin tener en cuenta el
cómo y dónde se escuchen- y hacer conciertos cuando sólo es escuchado y
recordado por el público de su generación.
Otra cosa a tener en cuenta es
que, sea en CD, o gracias a las redes sociales o canales de vídeo que tanto
tiempo llenan en la vida de los más jóvenes –y de los que no lo son tanto,
seamos sinceros-, o del omnipresente Spotify, se puedan recuperar y escuchar
una y otra vez las canciones y melodías de otras décadas. Incluso, de épocas
anteriores no ya a nuestra juventud, sino a nuestro propio nacimiento. A mí,
por poner el ejemplo más cercano –yo soy yo y mi circunstancia, que diría
Ortega y Gasset- me encanta escuchar rock y pop británico de los 60, que más
bien correspondería a la juventud de mis padres, que por vivir en un país
atrasado, pobre y aislado de las corrientes culturales de Occidente, apenas
nadie se enteraba de quienes eran los Beatles o los Rollings. Y ya no digamos,
los Who, los Kinks o los Animals.
Youtube, una vez que te haces a
él y te mueves sin problemas –algo muy sencillo, pues no sólo encuentras gran
parte de lo que buscas, aunque tengas una información parcial de ello, sino que
además te propone escuchas en las que no habías ni pensado-, es un puente tanto
al pasado, como al presente. Aunque a grupos españoles actuales, como Fuel
Fandango, o Califato ¾, en realidad los conocí a partir de páginas de Facebook
de revistas musicales –en ocasiones, con pasado de papel, y en otras, ya
nacidas en el ciberespacio-, o en el caso de León Benavente, por un breve
visionado en La 2 de TVE, fue youtube la herramienta y canal que me permitió
introducirme en su historia musical. De hecho, si me he ido enterando de que
algún grupo de los llamados “de mi época” aún siguen vivos y lanzando LPs y
éxitos más o menos reconocidos, como es el caso de Garbage, ha sido gracias a
él.
No voy a hacer un listado de los
grupos y artistas que me gustan o escucho actualmente, de lo que escuché en mi
juventud –realmente, debería comenzar con mi infancia, pues al estar tan
presente la música en la televisión y la radio, la escuché desde un primer
momento-, o de lo que he descubierto o re-descubierto hace, como quién dice,
cuatro días. Sería algo muy particular y subjetivo, además de aburrido.
Sí que me he dado cuenta de una
cosa, o más bien de dos:
La primera, es que no solamente
se nos quedan grabados los grupos o artistas de una determinada época de
nuestra vida, que más bien iría desde el abandono de la infancia hasta los
treinta o algo más, sino también que, incluso, nos queda en la memoria que esos
artistas tienen en su haber unos éxitos, conciertos y discos –entiéndase por
“discos” no vinilos en sentido estricto, sino LPs o parecidos; trabajos
musicales, vamos- muy determinados, y que lo que hicieran o dejaran de hacer
después de lo que llamaríamos su época dorada, como que nos importa un carajo;
y normalmente, para qué negarlo, con toda la razón. Hay gente que envejece muy
mal.
Lo segundo, es que no es algo que
me haya parecido a mí en particular, por ser un tipo raro o particular, sino
que es más habitual de lo que pensaba. Se podría decir que la energía, la
necesidad que sentimos por la música, tiene mucha más fuerza y poder en
nuestros mejores años. De hecho, a cierta edad, casi te da lo mismo qué
escuches y que no, a no ser que nos suene demasiado chirriante o desagradable.
Recuerdo un cómic –también de mi juventud, aunque conservo la obra en tomos
recopilatorios publicados muy posteriormente para, precisamente, la gente de mi
generación, que deseaba recuperarlo con orden y al completo-, el legendario
“Odio” de Peter Bagge –ahora convertido en una “vaca sagrada” del cómic
alternativo americano que pocos menores de 40 conocen, como no sea de oídas- en
el que el protagonista, Buddy Bradley, se encuentra cenando en casa de un
amigo, y pregunta qué música está escuchando, porque no suena mal, y le
responde el colega que es country. ¡Country! ¡¿Cómo podía ser, que a un rockero
de toda la vida, le sonara agradable un tipo con sombrero de vaquero, rascando
una guitarra, cantando a la vida rural
entre vacas y caballos?! Pues porque, a cierta edad, ya estás un poco a vuelta
de todo. Es por eso que ya no te importa reconocer que sí, que escuchabas algún
grupo pop que en público había, por fuerza, que calificar de ñoño o “de
chicas”, como Hombres G, o que poco a poco has ido explorando géneros musicales
que nunca has tocado, desde la música clásica hasta el flamenco, pasando por el
jazz. Y ya no digamos que la música disco o dance –no la mákina o bakalao. Ya
tuvimos suficiente en su época. No había forma de escuchar otra cosa en las
discotecas-, que siempre nos gustó, aunque no siempre tuviéramos donde
bailarla.
Y a todo esto, añadir algo más:
no te cierres puertas, ni las de la mente, ni las de los oídos. Aunque me
siento más a gusto en la música de entre finales de los ochenta y principios de
los dos mil, me agrada ir descubriendo, sin prisa pero sin pausa, nuevas
músicas, nuevos grupos y artistas solitarios. Algunos, para disfrutarlos, y
otros, para saber con toda seguridad que no me interesan, o por qué no, para
ponerlos a tirar de un carro –sí, el criticar por criticar tampoco está mal; de
hecho, te lo puedes pasar de coña, oye-. De alguno, hasta he hecho algo tan
aparentemente pasado de moda como comprarme un CD de grandes éxitos.
Porque sí, hoy en día, está de
moda comprar vinilos –también podría añadir: no es cierto; lo que está de moda
es coleccionarlos como rarezas, como inversión o para presumir de moderno, pero
te salen por un ojo de la cara, y tampoco es que encuentres tanta variedad-, y
se acabó la imposibilidad de comprarte un tocadiscos independiente –separado de
una enorme cadena musical-, porque ahora te puedes hacer con uno nuevo por un
precio razonable, y el encontrar agujas para el brazo es algo relativamente
fácil. Incluso, parece que hay un leve pero creciente movimiento para recuperar
la cinta de música: el cassete, o caset, así como suena; ¡cuántos tenemos
todavía cintas vírgenes con grabaciones de discutible calidad, que poco a poco
hemos ido sustituyendo por CDs! Vamos, si fuerzas de otro mundo son capaces de
resucitar la cinta… ¿qué nos espera ya? ¿El disco de baquelita de los primeros
gramófonos? Al tiempo, que algunos he visto ya a la venta en tiendas de segunda
mano.
Y una cosa más: ¿cómo es posible
que la artista que más vinilos venda en todo el mundo sea nada menos que Taylor
Swift, ídolo –sí, en género masculino,
porque no hace referencia a personas, sino a lo que simbolizan- de
adolescentes? Pues sencillamente, y ellas –y algún “él” también- lo explican
sin problemas, porque ese vinilo lleva el nombre y la foto de Taylor. La enorme
mayoría de esas jóvenes ni tienen, ni han tenido, ni desean tener en un futuro un
tocadiscos. No pretenden escuchar ningún disco. Para eso, ya tienen spotify, y
las más mayores, CDs. Lo único que desean, es tener, coleccionar, atesorar,
todo lo que haya sido patrocinado por su ídolo, y en lugar de ponerlo a sonar,
lo que hacen es colgárselo de la pared. Como un cuadro. O como un póster, como
hicieron años atrás sus madres, o quizá sus abuelas.
Y por último: dad una segunda
oportunidad a los nuevos discos, éxitos –o singles que se han quedado por el
camino-, conciertos y nuevas propuestas de grupos viejos, pero si veis que
muchos de ellos perdieron el oremus, el interés y la originalidad tiempo ha,
pues no perdáis el tiempo, pero pensar que sí, que a veces todo tiempo pasado
sí fue mejor. Así que, si tenéis dinero y una tienda de música cerca, haceros
con lo mejor de cada casa. En otros tiempos, los poetas malditos crearon sus
paraísos artificiales. Hoy en día, todos podemos. Y sin necesidad de ponernos
de opio o de absenta hasta el culo.
miércoles, 9 de octubre de 2019
Kfar Kama: un relato sobre una curiosa aldea.
Después de pasar por un concurso literario, colguémoslo aquí.



jueves, 11 de julio de 2019
John Reinhard Weguelin, retratista de la mitología griega.
Autor británico de la Época Victoriana, famoso por su deslumbrante Lesbia.









