El hombre que desentrañó los misterios de París.
Eugene Sue, padre -aunque no único- del género del folletín, y su viaje a los bajos fondos parisinos.
Conocer al hombre, para comprender la obra.
Hay que reconocer que, al contrario de lo que en principio deseé, y aquí escribí, no he tenido mucho tiempo, ni, la verdad, tampoco me he tomado demasiado en serio, el hacer más entradas. Pero debido a que no deseo dejar el blog medio abandonado cuando todavía tengo tan pocas en su haber, y porque, sencillamente, le he cogido gusto a esto de escribir, he decidido añadir, siempre que pueda, y me vea con ganas y algo que decir, alguna entrada más. Eso sí, precisamente, por la falta de tiempo, y mi costumbre de, en no pocas ocasiones, hacerlas muy, muy largas, no podrán ser, evidentemente, demasiado numerosas.
Pero a lo que iba, ¿cuál es, en este caso, el tema a tratar? en no pocas ocasiones, han sido mis intereses o gustos literarios -o de otro tipo- la excusa para escribir sobre tal o cual autor, o sobre algún género determinado. Ya se ha visto bien claro que me interesa la cultura popular -y no tan popular- francesa y, de rebote, belga francófona -o sean, de Bruselas y Valonia-, y en este caso, me gustaría escribir un poco sobre un curioso personaje del cual he podido leer su obra más conocida -o más bien, una "adaptación", o más bien, tremenda reducción de la obra original-. Se trata, en este caso, de Eugene Sue, uno de los padres del folletín francés -y europeo en general-, y de su, al tiempo que genial, también excesiva -empezando por su extensión original- "Los misterios de París".
En no pocos casos, la vida y personalidad del autor de una obra literaria -o, incluso, de toda una carrera- resulta más interesante que esta misma. Además, no podemos entender las segundas, si no conocemos las primeras, aparte de la posibilidad de comprender la época en la que vivió y trabajó el escritor en cuestión; y coso suele ser habitual, incluso tratándose en no pocas ocasiones de un personaje un tanto fuera de lo común, adelantado a su tiempo -o, al contrario, un auténtico anacronismo viviente-, o un auténtico outsider, personaje maldito o llamativo por su singularidad, éste no podrá nunca ser un hijo de su tiempo. En no pocas ocasiones, se dice -y con razón- que para conocer en profundidad una época, y la gente que la vivió, no hay nada mejor que acudir a la literatura de género, o como también se le llama -de forma, en no pocas ocasiones, tan despectiva como injusta-, "popular", en contraposición a lo que sería la cultura elitista o "alta cultura".
Sue sería, hoy en día, un hombre de clase media-alta, nacido en París, hijo de un cirujano de renombre, y, se cuenta, apadrinado por la misma emperatriz Josefina. Él también estaba llamado a estudiar y ejercer de cirujano, y realmente así lo hizo, en lo que en Francia llaman "la campaña de España de 1823", pero que los españoles conocemos mejor como la intervención de "los cien mil hijos de San Luis". Para entendernos, cuando los liberales consiguieron, por fin -y tras demasiado tiempo de persecución y cárcel, y de enfrentamientos bélicos- que el tiránico Fernando VII aceptara una constitución liberal, que parece que espantó en la Francia donde los Borbones habían vuelto a hacer de las suyas tras la caída de Napoleón, se decidió mandar desde este último país un ejército de intervención que ayudara al autoritario monarca hispano a imponer el poder de la monarquía absoluta. Y, aunque no fueron tantos como cien mil, ni todos eran franceses -también había, amén de algunos voluntarios y mercenarios de aquí y allá, miles de absolutistas y tradicionalistas españoles, sí fueron más que suficientes para acabar con el llamado "trienio liberal", al que siguió "la década ominosa", donde Fernando VII, en otra época llamado "el deseado" -que ya tiene tela, la historia...- volvió por sus fueros, a machacar a todo lo que oliera a liberal o laico.
Bien, fin de la entradilla de historia ibérica. Sue también participó, como cirujano, en la batalla naval de Navarino, donde las potencias occidentales -sobretodo, Gran Bretaña y Francia, que después del bonapartismo, empezaban a hacerse cada vez más amigas, aunque más adelante tuvieran sus más y sus menos- machacaban a la flota del cada vez más decadente Imperio Otomano, y así aseguraban la independencia de Grecia. Muertos sus padres, recibió una buena herencia, pero Sue debió pensar que, teniendo como tenía tanto dinero en sus manos -bastante, sí, pero tampoco una enorme fortuna- era mejor dárselas de bon vivant, dar ejemplo de etiqueta y del arte de vivir, y disfrutar de lo que, en aquellos tiempos en que se estaba gestando lo que se empezaba a llamar romanticismo, se llamaría "la bohemia rosa" -en contraposición de "la bohemia negra", llena de estrecheces, hambre y enfermedades-. Pero claro está, el dinero se acaba, así que decidió empezar a ganarse la vida, pero no con la medicina, que siempre odió, y que pensaba abandonar en cuanto pudiera -dicha profesión la ejerció por exigencia de su padre, harto de la pereza y despilfarro de su hijo, que lo hizo marchar a España y a la marina, como ya se ha contado, sino con algo que, sin duda, pocos habrían esperado de él: la literatura.
Sue, al contrario de lo que podría pensarse en alguien de su fortuna y origen social, no era especialmente culto. Aunque de origen provenzal, siempre se sintió como pez en el agua en París, donde frecuentaba a gentes de toda clase y condición -no era especialmente clasista, hay que reconocérselo-, y en no pocas ocasiones, también individuos poco recomendables y de mala catadura. Sin embargo, tampoco rehuía, como muchos de su clase, a gentes de orígenes sociales mucho más modestos. A la hora de escribir, no tenía como base a los clásicos -fueran estos franceses, greco-latinos, británicos, o de cualquier otro tipo-, pues sólo gustaba de leer a autores contemporáneos suyos -y así lo hizo toda la vida-. Parece que uno de sus autores preferidos fue el británico Walter Scott. Respecto al carácter y aspecto que ofrecía, era hombre aficionado a los caballos -los criaba, y fue uno de los fundadores del Jockey Club de París-, al teatro y la música, vestido siempre de forma elegante y llamativa, con una barba sin bigote que parecía un collarín, muy a la moda, y con modales un tanto engreídos y pagado de sí mismo, notándose su condición de nuevo rico, que con el paso del tiempo, ni fue tan nuevo, ni tan rico.
Sus primeras obras se basaban en sus experiencias en el mar, pues al haber sido cirujano, por fuerza tuvo, al tiempo, que convivir tanto con oficiales, como con marineros y soldados. Es el caso de "Kernock el pirata" (1830), "Atar-Gull" (1831; no confundir con un cómic francés sobre la esclavitud de 2012, de Nury y Brüno) o "La salamandra" (1832, en dos volúmenes). Más tarde trataría el tema de las rebeliones -después de sufrir masacres y persecuciones, aunque esto no se deja tan claro en la obra- de los protestantes franceses, en la región de Cevennes, muy a principios del siglo XVIII: "Jean Cavalier, y los fanáticos de los Cevennes" (1840). Pero sería en 1842, cuando escribiría su mejor obra, y la más conocida, Los misterios de París.
Sobre la razón de por qué escribió esta obra, no está del todo claro, excepto que, simplemente, le apeteció. Sue era habitual en todos los ambientes sociales, y gustaba de juntarse con todo tipo de gente. Y por muy vividor y engreído que fuese, parece que también tenía una cierta conciencia social. Él vivió en la primera época del romanticismo, que se empezó a desarrollar al poco de acabar las guerras napoleónicas, y el retorno del llamado antiguo régimen: monarquía absoluta, burguesía con poder político limitado, escasa posibilidad de progreso social entre obreros y campesinos -que sufrían una miseria y explotación espantosa que, no muchos años antes, estalló en forma de Revolución Francesa-, etc. En dicha época, el siglo de las luces, de la razón -el siglo XVIII- dio paso a un movimiento no sólo artístico -tanto literario, como pictórico- sino también social e intelectual. O más bien, emocional, porque no era el intelecto, en lo que se apoyaba con más fuerza el romanticismo. Este movimiento, que defendía el dejarse llevar por sentimientos, impulsos y deseos -aunque esta sea una forma muy simple de describirlo-, no hacía referencia sólo a individuos o pequeños grupos, sino a las naciones. Y sobretodo, defendía dos ideales: la unificación o independencia de las que no tenían estado propio y único -Alemania, Italia, Polonia, o Grecia, que a corto plazo, sería la única que, en aquella época, conseguiría conformarse en estado independiente-, y el fin de las monarquías autoritarias, las costumbres reaccionarias, las formas encorsetadas y frías, y el poder excesivo de la iglesia. O iglesias, pues no sólo hacía referencia a la católica, sino también a la anglicana, la luterana, etc.
También en aquella época, empezó a circular la idea de una forma de sociedad más justa, donde la situación de obreros y campesinos -la enorme mayoría de la población, en cualquier país que se quisiera observar de cerca- fuer mucho más digna, tuvieran mayores derechos, y una participación real en el gobierno, el parlamento y la justicia. Aquellas ideas, que más adelante se llamarían socialismo científico -más adelante, dividido en socialismo democrático o socialdemocracia, y comunismo o "socialismo real"-, o socialismo libertario -después conocido como anarquismo-, todavía no tenían un nombre o un contenido ideológico o intelectual demasiado claro, y tiempo después, a la hora de explicar la historia de las ideologías, se le conoció como "socialismo utópico". Este primer socialismo, todavía sin principios homogéneos, y que parecía más una corriente filosófica que una ideología política propiamente dicha, y con nombres como el inglés Owen, o los franceses Fourier o Saint-Simon, soñaban con un mundo perfecto y ordenado, donde desaparecieran la explotación y la miseria. Pero como cambiar naciones enteras era demasiado difícil, optaron, en su momento, en crear "colonias laborales", como los falansterios -una especie de ciudades-estado independientes y que se abastecían a sí mismas de todo- o las granjas cooperativas; normalmente, dichos experimentos sociales y económicos no tenían mucha salida en Europa -no sólo por la falta de espacio a "colonizar", sin importar demasiado la forma, sino también por la negativa de casi cualquier gobierno a permitirlo- pero sí en el Nuevo Mundo -Estados Unidos, Argentina, Canadá...- y en las colonias, como Argelia. En "Los misterios...", los personajes que deseaban empezar una nueva vida fuera de la miseria que les había abrumado en París, optaban siempre por marchar -o así lo podrían haber hecho, en caso de querer- a la naciente colonia de Argelia, que Francia había arrebatado a un decadente Imperio Otomano en 1830, si bien en aquella época, el territorio dominado por los franceses no iba mucho más allá de las ciudades de la costa, y algunas zonas agrícolas unos kilómetros al interior -la conquista de las zonas montañosas y desérticas necesitaría muchos años de luchas contra los bereberes y los tuaregs, aunque esto ya sea otra historia-.
Teniendo en cuenta que su primitivo socialismo, mezcla de filosofía, cristianismo primitivo -al contrario de lo que se dijera, Sue no era ni ateo ni realmente anticatólico, sino anticlerical y, sobre todo, contrario a los jesuitas-, revolución pacífica y colonización de espacios abiertos, no tenía bases sólidas -y en un futuro se vería, pocos éxitos prácticos, aparte de llamar tealmente la atención de la situación de gran parte de la población europea-, y que Sue tampoco es que fuera un intelectual, su visión de redención de los pobres resulta un tanto ingenua y poco creíble. Pero de todas formas, no dejaba de ser, antes que nada, un principio. Él no sería el mejor a la hora de denunciar la explotación de los oprimidos -realmente, sus protagonistas pobres son, básicamente, delincuentes o sub-proletariado, más que trabajadores propiamente dichos-, pero sí el primero que lo haría, además, con gran éxito de público y ventas.
"Los misterios de París".
Y ahora, entrando en materia, ¿qué es lo que cuenta Sue, en su obra más paradigmática y conocida? Y sin duda, también la mejor, dentro de lo que cabe, o la que mejor ha resistido el tiempo.
En general, en aquella época, era muy normal que muchos autores publicaran sus obras, fueran novelas, relatos más o menos cortos, o poesía, bien en revistas literarias -cuya formato sería, realmente, parecido al de un periódico- o en diarios, en los que noticias, opiniones y editoriales, y relatos o capítulos de novelas se entremezclaban. Como en muchas ocasiones la calidad de los periódicos en cuestión dejaba un tanto que desear, y los periodistas cambiaban de cabecera de diario con facilidad, y en no pocas ocasiones escribían, más que lo que ocurría, lo que mejor les parecía, había que buscar, entre una miríada de diarios de la competencia -pues al lado de un pequeño número de periódicos "respetables", dedicados sobretodo a política interna y exterior y a economía, había una enorme cantidad de libelos de toda ideología o temática-, alguna forma de destacar y de atraer nuevos lectores. Aunque fueran lectores temporales. Eso sí, si la temporada que les daba por comprar el periódico eran, no semanas -lo que significaba que quisieran seguir, por ejemplo, la forma en que se investigaba y se llegaba a solucionar un crimen misterioso, o algún caso de corrupción demasiado descarado- sino meses o años, mejor. Y nada mejor, que conseguir un escritor barato, con enorme inventiva, y capaz de escribir, aunque sólo fueran unas pocas páginas diarias, que pudiera conectar con el gran público -o sea, la clase media o media-baja, que pudiera permitirse comprar diarios, aunque fueran baratos, pero que no quería complicarse la vida con artículos sobre finanzas o trifulcas políticas-, dispuesto a comprarlo -o aunque fuera, leerlo de prestado, pero que lo adquiriera, al menos, de vez en cuando- a diario.
En 1842, uno de esos diarios capitalinos, Le Courrier Française, decidió confiar en Eugene, conocido ya en la capital, más que por sus primeras obras, por su personalidad y su facilidad para dejarse ver y escuchar y, al tiempo, interesarse por la variedad de gentes que poblaban su ciudad. Aquello fue, más de lo que el editor de dicha publicación pudiera suponer, un éxito y un acierto enormes por su parte, pues las ventas crecieron en poco tiempo como nunca imaginaron, no pararon de crecer hasta el año siguiente, en que acabó de publicar la historia de tan curioso personaje.
Sue quiso describir los bajos fondos de París, a los delincuentes, los miserables, la clase obrera explotada, el cómo se ganaban la vida, se destruían, o eran aplastados por la sociedad. Pero claro está, aunque él conociera miembros de todas las clases sociales, y no tuviera demasiados miramientos clasistas a la hora de hablar, aunque fuera un poco, con algunos de ellos, no significaba que los conociera en profundidad. Escribía, por tanto, un poco de oídas, de lo que había observado superficialmente, pero sin llegar a profundizar. Su obra es un ejemplo claro, pues él fue uno de los iniciadores del género, de lo que se llama "folletín" en que los franceses -también otros, como británicos o españoles- destacaron durante décadas. Sería contemporaneo de, por ejemplo, Alexandre Dumas, el padre de "Los tres mosqueteros", aunque este último ha envejecido mucho mejor; tal vez, porque también era mucho mejor escritor, y sería ejemplo de otros nombres posteriores, como du Terrail o Féval. El nombre de folletín -en francés feuilleton, diminutivo de feuillet, "hoja", pues no dejaba de ser eso, unos hojas en una publicación más generalista, o a lo sumo, unos cuadernillos aparte- indica ya su origen, y si bien se trataba de un tipo de narrativa muy poco exigente ni en la forma ni en el contenido, sensacionalista, dramático y un tanto simplista, que mezclaba amor -o no; el folletín amoroso era muy común- con terror, acción, y más adelante, proto-ciencia-ficción, relato detectivesco o criminal, etc. en no pocas ocasiones, de una forma tan poco creíble como forzada, significó también el llevar la literatura a multitud de hogares, y que millones de personas que, en principio, raramente leían libros -no había apenas bibliotecas públicas, y los libros resultaban muy caros-, se acostumbraran a la lectura como una afición más. Y algo más: que no pocos futuros escritores descubrieran, gracias a dicho género, su auténtica vocación.
Desde las alturas, París parece albergar tantos misterios como recorriendo sus calles.
De todas formas, pensar que el folletín, en el sentido de "novela por entregas", era utilizado como forma de presentar una obra nada más que por autores "populares", o de calidad discutible, es un error. Autores como Balzac, Victor Hugo, Flaubert o, en Gran Bretaña, Charles Dickens o Robert Louis Stevenson.
La obra, que no siempre se encuentra completa -ha sido "podada" en muchas ocasiones-, ronda casi las 600 páginas. En mi caso, leí una edición de unas 400, por lo que el encargado de eliminar lo supuestamente sobrante -porque Sue repite y se repite, dando vueltas y vueltas a las cosas, eso sí-, pues un tal Françoise Fosca (?) decidió "podar" la "hojarasca literaria" que impedía, si no disfrutar, sí apreciar mejor la obra original. Pero teniendo en cuenta lo eliminado, debió realizar su trabajo, más que con tijeras, con auténtica motosierra, razón por la cual, cuando leí en internet algunos párrafos para compararlos con mi libro, que conseguí -a precio ridículo, uno o dos euros, no recuerdo bien- en esos lugares fantásticos para los que queremos comprar sin arruinarnos como son los mercadillos de segunda mano, no me sonaban de nada. Simplemente, el misterioso señor Fosca, los había eliminado al completo.
Aunque la fotografía sea posterior a la época de Sue -finales del siglo XIX- es posible que sus personajes vivieran y se movieran por lugares del viejo París como el que se puede ver en ella.
Sue crea el personaje de Rodolfo, noble alemán que, después de perder a su hija -que cree muerta- decide averiguar qué es lo que realmente pasó, mientras se entremezcla con la clase baja del centro de París, y va haciendo el bien allá donde puede, lo que también significa poder ir conociendo a todo tipo de personajes, algunos virtuosos a pesar de todo el vicio y pecado que les rodea -como la joven Flor de María-, otros, capaces de regenerarse con ayuda -el superviviente Puñales, que malvive de lo que puede, pero que evita robar, a pesar de haber pasado por la cárcel, tras matar por accidente a su sargento en el ejército, y que acaba siendo gran amigo del protagonista-, y los hay, como la Lechuza o el Profesor, malos de solemnidad, que pasan el tiempo pensando como dañar a los protagonistas "positivos", o en planear nuevos golpes. Y estos últimos, los malvados, como el Cojuelo o el Esqueleto, o secundarios como la Loba o la familia Marcial, más que la nobleza -que a veces es retratada como gente dominada por el egoismo, la molicie, y el despilfarro de grandes fortunas ganadas con poco o nulo esfuerzo; como el caso del mismo autor, aunque éste fura burgués y no tan rico, todo hay que decirlo-, son los que más interés tienen, y, aún no siendo siempre demasiado realistas -de todas formas, hay que tener en cuenta que son personajes que habrían vivido en los años 30 del siglo XIX, y su forma de pensar y actuar deberían diferir bastante de las nuestras-, sí que son interesantes y atractivos. Porque eso sí, de personajes, el autor iba sobrado. El problema, en no pocas ocasiones, es recordarlos todos, o encontrar el sentido de la existencia de parte de ellos. Di todas formas, si se daba el caso de que alguno de ellos empezaba a sobrar, o se le eliminaba, o se le dejaba en un apuro para, varios capítulos después, y sin venir a cuento, sacarlo de él y no acordarse de su destino hasta casi acabar la obra. Son las reglas de la falta de reglas.
Aquí, los malos son muy malos, y los buenos muy buenos. Siempre puede haber algún malvado que, después de sufrir y arrepentirse de sus crímenes, acaba, de alguna forma, redimidos, si no para la sociedad, que no recuerda sus anteriores malvadas, sí para Dios -porque, como ya se ha dicho, Sue no es ateo, sino simplemente anticlerical; o sea un hijo de la revolución, más que del bonapartismo, como fue su padre-.
La estructura de la novela es simple: no la hay, realmente. Sue creaba, imaginaba, personajes y situaciones, líos y enredos -algo típico del folletín; y más adelante, en el teatro, del vodevil o la opereta-. Y lo hacía de tal manera que, en determinado momento, no salía salir del lío en que había metido a sus personajes, no tenía idea de como acabar el capítulo, o bien, cómo seguir al día siguiente. Un amigo suyo, escritor y periodista, Ernest Legouvé, escribió en sus memorias que Sue no escribió nunca una obra de teatro -aunque la idea le agradaba- porque, simplemente, habría tenido que estructurarla con lógica y orden. Algo que en él, en su personalidad y su obra, era casi imposible. En no pocas ocasiones, Sue acudió a casa de su amigo pidiendo ayuda, y Legouvé, con paciencia, le invitaba a tomar algo, y se sentaban, en ocasiones hasta bien entrada la noche, para saber cómo sacar a Rodolfo de un sótano cerrado por fuera que se estaba llenando rápidamente de agua, y que amenazaba con ahogarlo; o cómo salvar a Flor de María de morir ahogada en medio del Sena, y sin nadie a la vista que le echara una mano. Como el folletín, incluso el más supuestamente realista, no deja también de tener su parte fantástica, su "deux es machina", sus soluciones cogidas por los pelos, y sus salvadores llegados de la nada, aquello no dejaba de ser parte del juego. Muchos lectores pensaron, evidentemente, que todo salió de la mente del autor como si nada, y no imaginaron que, realmente, los visos de inverosimilitud de parte de la historia no eran para maravillarlos, sino para salir de un apuro narrativo.
Prefiero no contar más de la historia, porque resulta realmente difícil sin escribir hojas y hojas. Y ahora dos preguntas: ¿influyó Sue, aparte de en sus lectores, en autores posteriores? Mucho o poco, sí. Porque el folletín, dividido más adelante en novela o relato más puramente románticos -sobretodo en Alemania; sí, Alemania, en su momento, resultó, al menos literariamente, el país más romántico de Europa-, y en novela realista -y más adelante, "naturalista", de realismo exacerbado- tuvo que influir por fuerza en "Los miserables" de Victor Hugo, o en la obra del naturalista Zola -"Germinal", para empezar-, del que provendría, más adelante la "novela social", o proletaria. Igualmente, también, aquellos personajes a veces poco creíbles pero poderosos, debieron influir en novelas de detectives, misterio, etc., como las que escribió a mansalva y casi en cadena, entre otros, Gustave le Rouge, del que ya se habló algo al tratar la CF en francés.
El éxito de "Los misterios..." hizo que, ya en el siglo XIX, tuviera una versión impresa ilustrada. En esta página se puede ver el encuentro entre Flor de María y el Puñales -un chulo, sí, pero con buen fondo, que la obliga a invitarle a vino. El valiente que le calienta, y del que se hace después amigo, es el protagonista, el príncipe alemán Rodolfo-.
La otra: ¿vale la pena leerlo? Bueno, aquí, la respuesta se hace difícil, y se podría decir, al tiempo, sí y no. Para quién no tenga interés en un texto escrito hace más de siglo y medio, y con un estilo que claramente ha quedado anticuado -dependiendo también de las traducciones; he podido observar que son las más antiguas, con un estilo algo pasado de moda, las que mejor le van-, puede ser casi perder el tiempo. Pero para guste de leer un poco de todo, y tenga curiosidad por saber cómo era un folletín, precisamente, con uno de sus máximos exponentes, quiera saber qué es lo que pasaba por la cabeza de un personaje tan curioso como Sue, y le agraden las letras de otras épocas -y entre los que leen autores francófonos, como los que gustan de los británicos o los rusos, hay muchos auténticos exploradores y buscadores de antigüedades-, está bastante bien. No es una obra de gran calidad, en no pocas ocasiones uno se da cuenta de las limitaciones del autor, y aunque existen versiones "reducidas" -como la que yo leí- que pueden inducir a pensar que se nos ha privado de leer, quizá, parte de lo más interesante, no deja de ser lectura agradable y llamativa, que, a pesar de no ser muy realista, habla bastante a las claras de una época ya pasada, pero no muerta. Aunque sólo sea, porque todavía hay gente interesada en redescubrirla, en este caso, por medio de su cultura popular escrita. Así pues, prefiero no recomendar ni una cosa ni la otra. Mejor, dejarlo en manos de cada cual.
Obras posteriores, y últimos días de la vida de nuestro hombre.
Como es lógico, Sue intentó aprovechar el éxito de su obra, que intentó alargar todo lo posible en el periódico -lo que, lógicamente, acabó afectando a la novela, con la dificultad de dar fin a tantas líneas argumentales, y personajes principales y secundarios que aparecían y desaparecían, y que en ocasiones, el mismo autor no sabía bien cómo alargar sus aventuras, o que convergieran en las de Rodolfo, el Puñales, el Profesor y demás protagonistas más o menos principales-. Así pues, en cuanto pudo, empezó una segunda obra que aumentaría su fama, y de la que se habló durante bastante tiempo, aunque, con el paso de las décadas, su recuerdo ha ido diluyéndose más que el de "Los Misterios...": "El judío errante".
En este caso, no es la burguesía egoísta, o la nobleza perezosa y acaparadora -aunque también en la obra se pueden observar nobles con mejores sentimientos y elevados ideales; pero tampoco son el prototipo- los que reciben del proto-socialista Sue, sino los jesuitas. Aquí, son representados como una secta dentro de la iglesia católica, con un poder económico y político tan oculto como extraordinario, lleno de auténticos genios del mal que no saben que inventar para eliminar a todos y cada uno de los protagonistas, excepto a uno, y eso, porque es misionero. Dentro de lo que cabe -no he leído la obra entera, pero sí algún capítulo, y retazos varios, que pueden ayudar a hacerse a la idea de lo que trata, y como lo trata-, estos jesuitas te acaban medio cayendo bien. Quizá, porque uno recuerda a los jesuitas actuales, que son bastante distintos a los de, digamos, cincuenta años -y ya no digamos, de hace más de siglo y medio-, o porque, esta orden siempre ha sido no sólo influyente y rica -según momentos, más o menos, pero siempre con cierto poder económico-, sino que agrupa a gran parte de los mayores cerebros de la iglesia católica. Sue los consideraba, como muchos de sus contemporáneos de cualquier país además del suyo, como una secta siniestra dentro de dicha iglesia, así que, más que al cristianismo en general, les atacó a ellos. Pero estos jesuitas, la verdad, más que miedo, hacen cierta gracia, y hasta acaban cayendo bien, como cualquier malvado de pacotilla que parezca sacado, precisamente, de un folletín.
Enfrentados a los jesuitas, los siete descendientes de una familia de hugonotes franceses, que deciden -o más bien se ven obligados- a huir de la Francia del siglo XVI, con sus persecuciones de los protestantes, incluida la terrible noche de San Bartolomé, donde se asesinó a miles de ellos por todo el país. Esta gran familia se dispersa por todo el mundo occidental -Alemania, Polonia, América en general...- y, en la actualidad -para el autor, se entiende; o sea, mediados del XIX-, se reúnen los únicos siete supervivientes en París -dos gemelas hijas de un ex-oficial bonapartista, una condesa, un príncipe hindú que da un poco el cante, un industrial, un artesano del cuero, y un misionero católico-, cada uno con una medalla de bronce -se supone que para reconocerse-, para recibir una cuantiosa herencia que, las cosas como son, no se tiene demasiado claro de donde viene y por qué ha de recibirse en ese lugar y fecha. Los jesuitas, obsesionados con las riquezas, claro está, desean hacerse con ella, y no pararán hasta conseguirlo, aunque tengan que contar con los servicios de un muy poco católico asesino de la secta hindú de los Tug, que cree que la religión y la determinación de los miembros de la orden son más terribles que su propia gente, a pesar de su venenrción por el asesinato ritual. Respecto al judío errante del título -personaje de la mitología popular en la Edad Media, pero cuyo recuerdo ha ido perviviendo hasta hace bien poco-, no sale más que, a lo sumo, en el 10% de la obra, y poco podemos saber de él -en resumidas cuentas, el personaje, el más interesante de todos, no está suficientemente explotado, y un poco más de fantasía no habría ido mal; porque, al querer ser más realista, Sue consigue lo contrario; con una criatura irreal, la lectura habría sido mejor-.
Los jesuitas de "El judío errante", según una ilustración de la obra de Sue.
El judío errante -más joven de como que normalmente se le retrata-.
Aparte de ello, Sue, que hace ganar enteros a la historia cuando habla, de nuevo, de la pésima situación social de sus compatriotas -en este caso, de los obreros, más que de gente que ha acabado cayendo en la delincuencia o en la cárcel-, al tener que entregar cada poco un capítulo nuevo, no es que se esmere demasiado, sino que en no pocas ocasiones, soluciona el final de uno -donde los protagonistas se enfrentan a un peligro mortal y de difícil salida-, contando en el siguiente, en breve y poco creíble resumen, cómo han conseguido salvarse, y han llegado a un país distinto a donde estaban en el anterior.
Aparte, mientras que los jesuitas son tipos, dentro de lo que cabe, imaginativos y hasta simpáticos -se les supone malvados, pero se les describe de forma un tanto ridícula-, los "buenos" de la historia pueden parecer, cosas de la época, un tanto estomagantes, ñoños y demasiado bondadosos e ingenuos.
Aún así, el bueno de Eugene siguió con su éxito, y sus ingresos económicos -que no aprendió demasiado a conservar, todo hay que decirlo-. Siguieron "Los siete pecados capitales" (1847-52; aquí se tomó su tiempo, saliendo a la luz cada capítulo cuando mejor le pareció, teniendo en cuenta que cada pecado era una historia diferente), que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo considerada una serie de "novelas de costumbres", como se les llamaba en su época, que muy probablemente llegan más hondo que historias suyas anteriores.
Su última obra de importancia -aparte de "El comendador de Malta", de 1846, y "La marquesa Cornelia Alfi", su última obra, de 1852-, sería "Los misterios del pueblo", donde se cuenta la historia de la familia Lebrehn, desde la conquista romana de la Galia por César -que ya es decir-, hasta la actualidad, pasando por el dominio de los invasores francos y, más tarde, de la iglesia católica. En este caso, sí que se comprueba, en un Sue más maduro y, tal vez, más cansado del poder eclesiástico en la patria de la Revolución con mayúsculas -él era republicano y rupturista con el viejo régimen-, lo que le provocó sufrir la censura, y que su libro acabara en la lista de libros prohibidos por la iglesia católica. Es curioso que parte del texto de esta novela sufrió plagio tras plagio -un plagiador copiando a otro-, y donde él atacaba, de nuevo, a los jesuitas, los oscuros personajes que pergeñaron "Los protocolos de los sabios de Sión", los sustituyeron por judíos, cuando él nunca demostró antisemitismo. Y desde luego, nunca supo de ello, pues este mal uso de tercera mano, se realizó años después de que hubiera fallecido.
El pueblo saliendo a las calles en la revolución de 1848, que dio paso a la efímera II República francesa.
Comparado con Dumas, ideológicamente su contrario, pero que reconoció sentir cierta simpatía e interés por su obra -se les intentó enfrentar sin éxito; Sue también sentía agrado por la obra de su rival, que ha envejecido mucho mejor que la suya-; en 1848 consiguió, por fin, entrar en política. Este año fue el de las segundas revoluciones románticas. Si en 1830 Francia se libra, por fin, de los desastrosos borbones -de Carlos X, hermano y sucesor del igualmente mediocre y autoritario Luís XVIII-, en 1848 es Luis Felipe I de Orleans, llamado "el rey ciudadano", el que salta del trono, instaurándose la II República. En 1850 llegó, incluso, a ocupar un puesto en la nueva asamblea del pueblo, pero cuando el sobrino de Napoleón consigue llegar al poder, primero como presidente y, después de un golpe de estado -al que Sue se opone firmemente-, como emperador, cae en desgracia, y decide marchar en 1851 -o se le obliga a marcharse- al exilio interior a la población de Annecy -en aquella época, una pequeña ciudad de provincias de unos 8000 habitantes-, en Saboya -la Saboya histórica, no la actual; más bien, estaba muy cerca de Suiza, en la antigua Borgoña-, donde sólo tendría fuerzas para escribir "La marquesa Cornelia Alfi", muriendo en 1857.
Napoleón III, creador del Segundo Imperio, y responsable de truncar la breve carrera política de Sue.
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