domingo, 31 de mayo de 2015

Thomas Cole, maestro pintor de paisajes.

Entre tanto prerrafaelita, un paisajista norteamericano de origen británico, que contó con alumnos y sucesores.


Cuando el paisaje es el protagonista principal.

Después de que los prerrafelitas hayan ocupado casi todo el espacio del blog que he ido dedicando estos últimos meses a la pintura, en este caso, decidí escribir una entrada breve a un autor de temática un tanto distinta, tanto por su estilo, como por su temática, su espacio geográfico, y la época en que vivió y ejerció de pintor.
Se trata de Thomas Cole (1801 en Bolton, Inglaterra; 1848, en Nueva York). Cole nació en Bolton, en el condado de Lancashire, Inglaterra, pero emigró en 1819, con dieciocho años -por tanto, muy joven, pero siendo ya adulto, y más todavía, teniendo en cuenta los parámetros sociales de la época- con su familia. En aquellos tiempos, los británicos emigraban todavía mucho a los jovenes Estados Unidos, pues la emigración masiva a Australia, Canadá o Nueva Zelanda estaba todavía por llegar. En principio, Cole fue xilógrafo -la xilografía es una técnica de impresión que se realiza con planchas de madera-, y en Norteamérica, continuó trabajando como grabador, por lo que su vena artística existío, como quién dice, desde casi su infancia.
En 1823 empezó a estudiar, después de ser aprendiz de un pintor ambulante, en la Academia de Bellas Artes de Pennsilvania -Filadelfia-, que era una de las más importantes del país, pues en aquella época, Filadelfia era, junto a Nueva York y Boston, una de las ciudades principales de Estados Unidos, y allá aprendió, pero sobretodo se habituó, pues acabó siendo su tema favorito y casi único en su carrera, a pintar paisajes.

"El retorno" (1837), donde el rey o noble vuelve de la guerra no en muy buenas condiciones, como se aprecia. Es uno de los pocos cuadros donde las figuras humanas, aunque pequeñas, tienen cierta importancia, sobretodo para entender el título de la obra.

"Hogar en el bosque", donde el paisaje americano, el de la nación casi recién nacida -hacía apenas unas pocas décadas de la independencia, aunque la colonización sobretodo en la Costa Este, databa del siglo XVII, y sobretodo, del XVIII-, parecía un nuevo, salvaje pero bello Edén, un nuevo mundo a explorar y colonizar.

Dos años después se trasladó junto a su familia a Nueva York, y desde esa época, empezó a visitar las montañas  Catskill, sobre el río Hudson. A partir de ahí, empezó a pintar cuadros basados en la biblia, pero también otras que, representando a las tierras americanas, hacía referencia a Estados Unidos como una nueva tierra prometida. Así consiguió una creciente fama por sus paisajes, donde raramente se podían encontrar figuras humanas, excepto como algo más que secundario, casi anecdótico. Fue el paisaje, a veces retratado de forma más o menos realista, en otras, con un estilo romántico, sin llegar a fantástico -lo que hacía que la gente imaginara aquellos prados, montes o bosques como algo aparentemente mágico, pero que muy bien podrían existir, aunque resultara difícil hallarlos, en el mundo real-, que no sólo le ayudaron a ganarse la vida, y a hacerse un nombre en el mundo artístico del estado y de todo el país, sino también, tiempo después, a rodearse de admiradores que, en algunos casos, acabaron siendo hasta cierto punto, alumnos -no es que les diera exactamente clase, pero lo consideraron un maestro, un ejemplo a imitar- y seguidores suyos. En resumidas cuentas, fue el primer gran paisajista norteamericano, y si bien comenzó siendo un artista de corte académico, más adelante fue derivando hacia lo alegórico. Al morir siendo todavía joven -apenas cuarenta y siete años-, no pudo saber nada de los prerrafelitas, de los que tanto se ha hablado aquí, que quisieron dar un salto y mantener una distancia con la pintura académica de la época, sobretodo la británica, pues la francesa, que empezó a brillar a partir de los tiempos de la Revolución y el Imperio Napoleónico, siempre fue más abierta a la hora de elegir temas, situaciones y personajes, y como representarlos.
Cole consiguió ser, probablemente, el primer gran pintor norteamericano -aunque lo fuera de adopción, pues era inglés de nacimiento-, y también el primero en crear escuela, aunque él no tuviera, en principio, idea de ello. Este grupo fue luego conocido como la escuela del río Hudson, pues éstos, en mayor o menor medida, acabaron instalándose -aunque fuera de forma provisional-, o visitando y pintando en la cercanía de dicho río. Edwin F. Church sería en su principal y mejor discípulo.
En 1829, ya famoso, se embarcó rumbo a Europa, en el primero de los dos viajes que realizó al Viejo Mundo, y donde visitó Gran Bretaña -quizá, más por razones emotivas y familiares que por otra cosa, Francia -en época de Cole, el país que dictaba a todo Occidente hacia dónde debía ir el arte en todas sus ramas- y, como no, a Italia. Desde finales del siglo XVIII, y sobretodo a partir de la segunda década del siglo XIX, hasta principios del XX, era normal que cualquier artista de cultura anglosajona o germánica visitara Italia para, allá, poder conocer de primera mano la herencia tanto de la antigua Roma, como la de los artistas medievales o renacentistas. Allá pudo contemplar, además, la obra de paisajistas europeos como John Constable, y Turner.  Tras tres años en Europa, volvió a Nueva York, realizando la serie "El curso del Imperio" (1836), su primer encargo importante, donde representaba el origen, apogeo y hundimiento de cualquier nación, antigua o moderna, representadas todas por el legendario Imperio Romano. Otra de sus series sería "El camino de la vida", donde diversas obras representan la infancia, juventud o vejez.

Una de las obras de "El camino de la vida". Esta llevaría el nombre de "Manhood", que se podría traducir por "virilidad", pero mejor por "la propia condición de hombre, de humano en general".

En sus últimos tiempos, en que tuvo una especie de "retorno a la fe", y tras el paisaje realista y el alegórico -religioso o artístico-, se dedicó a pintar obras donde la religiosidad fue más patente -aunque no nueva-. Se podría decir que pintó casi hasta el final de su vida, que fue lamentablemente corta.
Uno de los museos estadounidenses donde se puede admirar parte de su obra es el Museo de Arte de Nueva York.
Además, tuvo tiempo para la poesía, y la publicación de ensayos, como su a"Ensayo del paisaje americano" (1835), donde explica sus teorías sobre so obra y visión artística.



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Estas son las cinco obras que forman la serie "El curso del Imperio", sobre el auge y caída del Imperio Romano, pero que podría servir para cualquier gran potencia de la historia: "El estado salvaje", en que la población, muy escasa todavía, vive en estado primitivo, formando parte íntegra de la naturaleza; "La Arcadia, o estado pastoril", donde se forman pequeñas comunidades agrícolas y ganaderas, pero donde el estado no existe todavía, o está en estado embrionario; "La consumación del imperio", época de grandeza, conquistas y riquezas, a la que seguiría la decadencia; "Destrucción", o Roma cayendo bajo el poder de las armas de los bárbaros; y "Desolación", donde las grandezas del pasado no son más que un lejano y casi olvidado recuerdo.

lunes, 25 de mayo de 2015

Los prerrafaelitas (XVIII): El pintor contemporáneo Brad Kunkle, y sus particulares  mujeres prerrafaelitas.

Aunque el recuerdo de los artistas de dicha corriente fue escaso durante décadas, aún hoy en día hay artistas que recogen su legado.


Brad Kunkle es un artista bien distinto a todos los que antes se han tratado en la -ya larga- serie de pintores prerrafaelitas, pues no es británico ni de nacimiento ni de adopción, pues es estadounidense, pero, sobretodo, porque no se trata de un pintor del siglo XIX, que vivió los primeros años del XX siendo ya maduro, o directamente anciano. Él es un personaje actual, contemporáneo, pues nació en 1978, en Lehinghton -estado de Pennsylvania-, aunque actualmente vive y trabaja en Nueva York.
Kunkle tiene un BFA, que sería el equivalente a unos estudios medios, o profesionales, de bellas artes, y se ha dedicado a crear obras que tienen una clara influencia del prerrafaelismo, y también del simbolismo, que sería algo así como el hijo más maduro, vanguardista, internacional -no sólo hubo simbolistas británicos, sino también, y según la nacionalidad con identidad propia, en Austria, Alemania, Francia, Polonia...- y oscuramente fascinante del anterior movimiento.

Una foto del autor, en su estudio.

Su obra destacaría por varias características propias, como que sus protagonistas son prácticamente siempre femenias, jóvenes, y de una belleza lánguida, inocente pero un tanto oscura, que cuadra bien con los movimientos ya nombrados, pero también la importancia que le da a la luz y las sombras, el enorme -hercúleo, más bien- trabajo que consiste en representar una inmensidad de hojas que le dan un realismo tremendo y casi mareante -en realidad, sus figuras humanas, a pesar de tener un aspecto casi onírico, no dejan de ser también sorprendentemente realistas-, y algo más: el uso que hace de oro y plata puros, que serían parte de cada cuadro, pero también elementos extras, no pintados, que interactuan con el espectador, la persona que lo observa, que, dependiendo de la posición en que se encuentre, o la luz que reciba el cuadro -y de donde, y con qué fuerza- tendrán un determinado aspecto u otro. Eso provoca que, aunque se pueda admirar su trabajo en un libro o revista, o en una página de internet, sólo se puede reconocer la totalidad del trabajo, y sentir todo lo que éste puede inspirar a un observador, si se está realmente delante de un cuadro real.
Según el autor, el pan de oro se ha usado, en el mundo de la pintura, básicamente para adornar los marcos. Él pensó que, en un óleo, y según como fuera tratado, el oro, como también la plata, no sólo tendría propiedades simbólicas, sin otambién físicas y visuales. Eso hace que sean obras visualmente muy atractivas, aunque sean casi monocromáticas -en ocasiones, hay cuadros que son, básicamente, una galería de grises o marrones-, y dónde luces y sombras, que siempre tuvieron tanta importancia para prerrafaelitas, neo-clásicos, simbolistas o academicistas -de toda la vida, o reformadores-, aquí lleguen a tener un significado y características especiales, por no decir únicas.

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"The gilded wilderness", que se podría traducir como "La inmensidad dorada". ¿Alguien se imagina qué trabajo implica dibujar todas esas hojas, y además adornarlas con pan de oro, para darles un mayor realismo, una forma más tridimensional?

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"Islas", donde el fondo más bien parece una fotografía estropeada por el tiempo, o, según se mire, porque se puede mirar desde muchos puntos de vista, un paisaje pintado en una sábana gastada y sucia.

"Despierta", o lo que parece una resurección entre una naturaleza amenazadora, o un ser natural que nace entre un remolino no de agua, sino de vegetación seca.

"The beginning" -"El principio", o "El comienzo, pero también "La iniciación". Obra que se exhibe en el Arcadia Contemporary (NYC), museo de arte alternativo o vanguardista.


Hay un artículo donde se habla más -y mejor, desde luego; yo me he inspirado en parte en él- sobre el autor, y donde se puede "saltar" a su web propia, y a otras:


"En las sombras están las serpientes", es un ejemplo del uso del pan de oro, donde la figura femenina está casi en blanco y negro, excepto el cabello, lo que hace que el contraste entre ésta y el arbusto tras el que se esconde sea mayor. En "A mitad de camino" -o "Enmedio del camino", las hojas del fondo se ven como algo onírico, pero las que recubren a la protagonista, que llevan pan de oro, se ven como algo mucho más real, tal vez más mágico, pero también, quizá, más amenazador.

In Shadows Are Snakes

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Y un último cuadro, del 2013 -muy reciente, pues-, "Ornitología":


Y por último, un vídeo -que originalmente, se puede ver en el museo o sala de arte donde es exhibido junto a unos cascos inalámbricos-, donde se mezcla pintura y audiovisual. Se trata de la obra "La pertenencia". Se puede, simplemente, admirar viéndola como una pintura sin más, pero el darle la posibilidad de movimiento -una vida propia- hace de ella un experimento, como mínimo, llamativo, además de atractivo.


jueves, 21 de mayo de 2015

Los más exóticos y remotos descendientes de los soldados de Alejandro.

Si los griegos actuales no tienen tanto en común, como se podría pensar, con los helenos y macedonios antiguos, ¿qué podrán tener sus descendientes del Indostán?


Hablar de las hazañas de Alejandro Magno, el conquistador de gran parte del mundo conocido por los pueblos civilizados tanto del Mediterráneo oriental, como del cercano y medio Oriente -incluso más allá, pues los griegos poco sabían de la India o del actual Afganistán, por no decir apenas nada-, necesitaría no de un blog entero, sino de todo un libro, y no pequeño, precisamente.

Un retrato de Alejandro, recibiendo a la familia del vencido y muerto emperador persa Darío III, según Justus Sustermans, pintor flamenco del siglo XVII afincado en Italia, y que no tenía nada claro cóo vestían ni los griegos ni los persas de la Antigüedad.

Sin embargo, él fue capaz de hacer algo tan extraordinario como crear un imperio que, por tener, ni tan siquiera tuvo nombre porque, ¿cómo se llama el estado multiétnico, multireligioso que creó con la espada y el fuego, pero también fundando ciudades y creando comunidades de griegos y macedonios que extendieran la cultura helénica a lo largo y ancho de éste? Realmente, no tiene ninguno. Cierto que no es el único caso de estado que, en su momento, tuvo un nombre distinto al que, por medio de la influencia de historiadores, hoy en día le damos. El Imperio Bizantino, en realidad, siempre fue llamado por sus habitantes Imperio Romano -al menos, desde que cayó el Occidental; mientras tanto, eran el Imperio Romano de Oriente, por lo de diferenciarlo de su "hermano" del Oeste-. El de Carlomagno, no fue, como podría pensarse, Imperio Carolingio -que haría referencia a su nombre, Carlos el Magno, pero también a Carlos Martel, que si bien no fue nunca rey, sí gobernó el Reino Franco como si lo fuera-. En realidad, hay documentos que indican que ni él, ni los intelectuales o nobles que le ayudaban a gobernar, tenían una idea clara de cómo llamar a aquel enorme estado una vez que él fue proclamado emperador. Ya no era, simplemente, Reino Franco, pues para empezar, lo regía un emperador -desde el Bajo Imperio Romano, no había vuelto a haber dos emperadores coronados-, y, además, era un estado multiétnico y multicultural: Carlomagno era soberano de francos, longobardos, sajones, galorromanos, italianos, bávaros...-, así que lo de "Imperio Occidental, Franco, Sacro Imperio, Imperio Romano-germánico", podían ser todos tan válidos como incompletos.
Bien, ¿a dónde quiero llegar con todo esto? Pues reconozco que no lo tengo demasiado claro excepto que, en ocasiones, un solo individuo, o una serie de ellos, pero muy pocos, pueden extender las fronteras de un estado hasta límites poco antes inimaginables, y con ello, la cultura, la lengua, o la etnia del país conquistador. Eso pasó con Alejandro. Él no necesitó de más de entre 30.000 y 40.000 soldados, entre infantes, jinetes, oficiales, marinos y capitanes de barco -pocos, pero los hubo- y tropas especiales -básicamente, lo que ahora llamaríamos artillería, aunque sin pólvora, o técnicos diversos-, para someter la casi totalidad del inmenso Imperio Persa Aqueménida. Escaparon a su dominio, parece -no hay forma de saberlo realmente-, algunas zonas periféricas, pero, básicamente, el estado persa al completo fue engullido por aquella máquina de guerra que era el ejército alejandrino. Y con aquellos hombres, que raramente podían ser sustituidos a medida que morían -porque el gigante macedonio nunca tuvo grandes bajas militares en ninguna batalla, pero, por fuerza, siempre iba perdiendo soldados, aunque fuera poco a poco- creó no sólo una nueva nobleza, sino también la base de un ejército multiétnico -empezó a reclutar jefes y soldados, tanto simples auxiliares como veteranos, de todos los pueblos, empezando por los mismos persas, y siguiendo con partos, medos, armenios...-, pero también de una administración, un comercio intercontinental, un grupo de cultos individuos que expandieran la cultura helénica hasta los mismos límites del que parecía un imperio universal.

Un Buda con clara influencia griega. Y a la derecha, un indeterminado personaje muy probablemente de origen totalmente helénico.

Aquellos soldados fundaron ciudades -más bien, la fundación fue cosa de Alejandro y sus soldados, o de los soberanos que lo sustituyeron a la muerte de éste, los diadocos; pero, por fuerza, necesitaban un mínimo de griegos para que aquellas ciudades fueran helénicas-, cultivaron la tierra, formaron ejércitos que, tras la desaparición del coloso, se enfrentarían en innumerables guerras civiles, pero que, en pocas generaciones, consiguieron que el griego, con base lingüística en el dialecto ático o ateniense pero también, seguramente, con influencias de toda la Helade y más allá, se pudiera hablar desde Tracia hasta la India, y desde el Cáucaso y el Asia Central hasta Nubia y el norte de Arabia, además de toda Grecia, Sicilia, el sur de Italia, y poblaciones de la lejana Galia, y la casi legendaria Iberia. En algunos casos, además, los conquistadores se encontraron con unos compatriotas, por llamarlos de alguna forma -los griegos nunca formaron un estado único, así que, en ocasiones, se consideraban, al tiempo, hermanos y extranjeros unos de otros-, que habían llegado a lejanas regiones deportados por los emperadores persas. Caso de no pocos griegos de islas del Egeo, o de la costa de Asia Menor, que se habían rebelado siglos antes, y allá acabaron deportados.
Y está claro, que en los siglos que duró el dominio por medio mundo civilizado de los llamados estados helenísticos, donde lo griego y lo oriental -lo autóctono, en general- se entremezclaron, dicha cultura semi-griega se extendió mucho más allá que lo que nunca consiguieron las tropas de Alejandro. Cuando éste tuvo que volver grupas hacia Babilonia, la capital de su inmenso estado, quedándose con las ganas de cruzar el Indo y conquistar la India más allá de aquel río, nunca pensó que, en el Asia Central, un estado separado de uno de los reinos herederos del suyo, la Bactria, más tarde Imperio Greco-Bactriano -aquí, también veo un nombre aclaratorio inventado por historiadores posteriores-, que tras independizarse del Imperio Seleúcida crecería hasta ocupar gran parte de lo que ahora son Afganistán, Tayikistán y Kirguistán, tendría, al tiempo, otra escisión, que también crecería, formando el llamado Imperio Greco-Indio.
Pero estos estados, que expandieron el griego, y lo griego, por medio mundo, son otra historia, y merecerían una atención y una entrada propias. Lo que sí resulta interesante es saber qué es lo que queda de la helenización en aquellas tierras. Entre otras cosas, ¿existen descendientes más o menos directos de los soldados greco-macedonios en Afganistán, Pakistán o la India? Y más, si se tiene en cuenta que, tras el fin del Imperio de Skander, como se llamaba -entre otros nombres- a Alejandro de Macedonia, siguieron llegando nuevos contingentes de la Hélade y del reino de éste y Filipo, su padre, pero también de mestizos -por llamarlos de alguna forma- que eran, al menos en parte, griegos de sangre, lengua y cultura, pero también hijos de aquellas tierras, o de otras cercanas -Persia, Mesopotamia, Siria...-, adaptados no sólo al clima, sino también a su cultura, a su espíritu, a sus horizontes, cielos y espacios.
Realmente, es muy difícil contestar a dicha pregunta. La asimilación racial fue completa, y, en muchos casos, casi una gota en un mar de pueblos iranios, indostaneses y, más adelante, también túrquicos. La lengua griega se perdió, igual que su religión, o gran parte de su influencia cultural e intelectual. Al menos, de forma visible. Y respecto a si quedaron pequeñas colonias griegas sin contacto con el mundo exterior, es algo difícil de creer, pues los griegos acostumbraban a vivir en las ciudades y, por tanto, a la larga, a mezclarse con multitudes con las que llevaban generaciones viviendo, y que eran mucho más numerosas que ellos. Además, la inmigración helena era básicamente masculina, lo que favorecía la formación de parejas mixtas desde el primer momento. Lo griego, por tanto, se mantenía debido al poder político y militar de los helénicos. Una vez que sus dinastías se extinguieron, y sus reinos cayeron, la cultura externa, europea, fue asimilada por pueblos que, en su mayoría, formaban parte de civilizaciones tan antiguas, o mas, que la de la gente que en otra época llegaron del lejano Occidente. Quedaron edificios, influencias en las artes, en la filosofía y la literatura, pero al desaparecer incluso el recuerdo de los griegos, sus aportaciones fueron consideradas, a la larga, autóctonas.

Un mapa con las fronteras aproximadas -nunca se llegó a saber dónde llegaban, realmente- del imperio de Alejandro, así llamado porque, realmente, no llegó a tener ni un nombre propio, excepto el de su creador.

¿Qué comunidades, que pueblos -pequeños en demografía, apenas unos miles, pero únicos por su cultura y singularidad- podrían ser candidatos a ser descendientes, aunque sea sólo en parte, de aquellos griegos y macedonios extraordinarios? Difícil decirlo. Quizá, entre persas, kurdos, árabes, pashtunes o punyabíes podríamos encontrar a muchos, pero el origen europeo, aún así, sería mínimo. En otros, sin embargo, por su color de piel, sus ojos azules o verdes o su cabello rubio o castaño, sí que se les considera probables descendientes con un origen étnico donde lo griego destacaría mucho más, aunque, de todas formas, ¿ese físico, que parece sugerir algo de origen celta o germánico, más que mediterráneo, realmente correspondería a gente originaria de Atenas, Macedonia, Beocia o la costa egea de la actual Turquía, la antigua Jonia? Nada claro. Más bien, serían descendientes más o menos "puros" -lo pongo entre comillas; no me gusta nada en absoluto, el hablar de "pureza" cuando me refiero a pueblos y naciones- de las antiguas tribus arias que llegaron, hace tiempo inmemorial, a Irán o la India, en sucesivas oleadas que duraron siglos, barriendo, mezclándose o expulsando a sus antiguos habitantes, cuando los había. Y lo de ario, eso hace tiempo que quedó claro, poco tiene que ver con lo germano en particular. Al menos, no más que con el resto de europeos. Pero mejor pasar a enumerar a estas escasas gentes, y donde viven, o sobreviven:


Los kalash (o kalasha): 

Los kalash son un pueblo cuyo número ronda entre los 3.000 y los 6.000, lo que parece una diferencia pequeña, pero no deja de ser la cifra más alta el doble que la más baja. Además, cuando una comunidad étnica y cultural se reduce a un número especialmente pequeño, apenas unos pocos millares, esta diferencia permite, o al menos facilita, o al contrario dificulta mucho, que desde un punto demográfico y genético ésta pueda perpetuarse y perdurar, o desaparecer, asimilada entre las etnias mayoritarias.
Los kalash no han tenido mucha suerte, teniendo como patria Pakistán, y como vecinos a los pasthunes, un pueblo en general -tampoco se puede generalizar, pero sí hablar de una gran mayoría- dividido y subdividido en tribus, sub-tribus y clanes, muy dado a la xenofobia y a replegarse sobre sí mismo, a la venganza, a no estar dispuestos a repartir el poder y el territorio con otras comunidades y, como habrá visto cualquiera que conozca mínimamente tanto Pakistán, como su vecino Afganistán, en gran parte simpatizante, o de los talibanes, o al menos de una forma de islam extremadamente intolerante, autoritario, machista y más dado a usar las armas que la palabra para decidir o solucionar cualquier problema que pueda surgir.
Como es de suponer, eso ha favorecido la paulatina extinción -pues de extinción podría hablarse- de los khalash. Aunque si cifra rondara los 6.000 -quizá, si se incluyera no sólo a los que viven mezclados entre musulmanes, sino también algunos que, por conveniencia, miedo, o amenaza de muerte, han aceptado la conversión al islam, y sus hijos nacidos ya en hogares musulmanes-, no dejan de ser una muestra muy pequeña de lo que fueron hace sólo un siglo y poco. A principios del siglo XX, probablemente rondaban los 100.000, si bien la mayoría vivían en Afganistán, en un territorio conocido en aquella época como Kafiristán -el país de los kafires, o sea, de los infieles, de los paganos o animistas, politeístas-. Sometidos por los monarcas afganos, obligados a convertirse al islam, muchos se asimilaron a los pasthunes o tayikos -el otro gran grupo étnico de Afganistán, mucho más cercanos, por lengua e historia, a los persas; el dari, la lengua tayika, no deja de ser, en realidad, un dialecto muy diferenciado de la raíz original del farsi, la lengua persa-, cuando no, simplemente, murieron en combate, matanzas o hambrunas. Poco a poco, el animismo desapareció completamente del extremo noreste de Afganistán, y su territorio pasó a llamarse Nuristán, el país de la luz, porque, se supone, la luz de la civilización -islámica, en este caso, como en otras era la supuesta luz de Occidente, o de China, o de cualquier otra cultura poderosa, la que absorbía o barría culturas más pequeñas y débiles- la que había hecho retroceder para siempre las -en teoría- tinieblas del paganismo primitivo.
La religión de los kalash, en teoría, y según cuentan en ocasiones ellos mismos, podría ser una degeneración de la de los antiguos griegos. Pero, realmente, más bien sería una mezcla del animismo panteísta típico de muchas pequeñas sociedades tribales, con una forma primitiva de hinduismo, del brahmanismo que practicaban las tribus arias que invadieron el actual Pakistán, y el norte de la India, hace cerca de tres mil años, acabando con la cultura de Indo -Mohenjo Daro y Harappa, como ciudades principales-, y otras menores que, con toda seguridad, allá existieron anteriormente a su llegada.


Jóvenes kalash en un festival cultural de Pakistán, donde en los últimos años, la parte más abierta de mente de la población ha tomado conciencia de su discriminación y persecución, haciendo que las autoridades hayan decidido a ayudarles -aunque no sea con mucho interés, las cosas como son-.

Exterminados, expulsados, esclavizados, o en tiempos recientes, obligados a convertirse al islam sunnita más rigorista -talibanes o todo tipo de salafistas o fanáticos de todo pelaje-, aunque en ocasiones hayan recibido atención y ayuda del estado -gracias a ello, se les protegió en ocasiones, y se les ayudó a reducir su mortalidad infantil, y aumentar su esperanza de vida, lo que hizo que su número aumentara poco a poco-, quizá sólo tengan, a la larga, dos alternativas: o la asimilación a los pasthunes o los punjabíes -son demasiado escasos para formar un nuevo pueblo, en su caso converso al islam, como pasó con sus hermanos afganos, transformados en nuristaníes-, o acaban emigrando en bloque a otro país. Lo cual es, desde luego, mucho más difícil. Y no deja de ser curioso, por no decir inexplicable. Aún siendo 6.000 -incluyendo algunos conversos "reconvertidos" a su religión original-, no dejarían de ser una comunidad muy pequeña, que, incluso, en caso de integrarse en un país que los acogiera bien, acabarían por asimilarse completamente. Cualquier país occidental -o la India; es difícil imaginar otros estados dispuestos a acogerlos- recibe anualmente un número muy superior de inmigrantes. Pero el hecho de ser un pueblo completo parece que hace dicha emigración como algo mucho mayor de lo que realmente debería ser.
Respecto a si es verdad o no su origen griego, quedo claro una cosa, una vez que se hicieron numerosas pruebas genéticas: no hay rastro de sangre greco-macedónica. Sólo parentesco tanto con los pueblos indostaneses, como iranios -persas, kurdos, tayikos-. Tal vez, junto a los pasthunes, sean una especie de "pueblo-puente", étnicamente emparentado tanto con unos, como con otros, aunque un poco más con los habitantes de India y Pakistán.


Los más fanáticos no soportan la existencia de un pueblo pequeño, donde la música, la danza, el color y las ganas de vivir no dejan apenas espacio a la amargura del fanatismo.


Los drokpa (o brokpas):

Los drokpas viven en la India en la zona más fértil del valle de Ladak, en una zona montañosa del extremo norte, muy cerca de Pakistán, y racialmente, se les incluye en la etnia dard. Están rodeados de pueblos de raza y lengua tibeto-birmana -resulta un tanto curioso averiguar que tibetanos y bhutaneses están emparentados directamente con parte de la población de Myanmar, la antigua Birmania, sobretodo con los birmanos propiamente dichos, pero es así. La razón de su separación, y sus diferencias físicas y culturales, serían antiquísimas migraciones, además de mezclas raciales y absoluta integración en las nuevas tierras donde los antiguos emigrantes llegaron.
Son cerca de 2.500 personas, aunque algunos piensan que podrían ser el doble. Más o menos bien tratados por los indios, viven en gran parte por la venta de productos agrícolas, que cultivan en sus numerosos y bien cuidados huertos, aparte de, en los últimos tiempos, por la atracción turística de los festivales étnicos en los que participan. En general, siempre han sido más abiertos de mente, y más deshinibidos en cuestiones sexuales y de pareja -no tienen problema en besarse en público, o hacer bien visible su amor, o la atracción física o sexual que sienten por otra persona de su pueblo, y los intercambios de pareja, al menos hasta hace pocas décadas, eran de lo más común-, lo que no les ha ayudado a estar demasiado bien vistos por sus vecinos, más conservadores en estas -y otras- cuestiones. Aún así, y a pesar de su debilidad por su escaso número, no han demostrado interés en abandonar completamente su cultura, ni tampoco su religión, que es claramente animista -más que dioses antropomorfos, creen en la existencia de todo tipo de espíritus y fuerzas naturales-, y no parece tener gran influencia por el hinduismo, ni tan siquiera de su forma más antigua.
Sus tocados formados por flores naturales, sus capas de piel, sus múltiples adornos de huesos, garrar y demás adornos de origen animal, que parecen sepultarlos por su cantidad, diversidad y llamativo encanto, hacen de ellos una auténtica obra de arte en forma de pequeña comunidad humana. Lamentablemente, y al igual que los kalash -aunque, en principio, menos e peligro de ser barridos por el fanatismo religioso de sus vecinos-, al ser tan escasos, hace que, si no mezclan alta natalidad, baja mortalidad infantil, y cierta mezcla racial, su desaparición por asimilación o disolución en comunidades mayores podría ser cosa de un par de generaciones. O menos.
Y respecto a serían o no descendientes de algún puñado de soldados greco-macedonios enviados a algún olvidado rincón del imperio de Alejandro, o de sus sucesores en Asia Oriental, la dinastía de los Seleúcidas -descendientes del general Seleuco, uno de los sucesores del gran conquistador a la hora de repartirse sus territorios-, no hay lo que se dice pruebas concluyentes, pero sí que existen estudios no sólo etnológicos, sino también genéticos -sobre su seriedad, eso es otra cosa- que si bien los consideran un pueblo indo-iranio -también, más indio que iranio, como sus hermanos kalash-, sí que parecen tener algo de sangre indoeuropea mediterráneo. Aunque poca, pues, sí que tendrían algunos genes de aquellos aventureros y conquistadores helenos. Lo que, por lo demás, incluso para ellos, no deja de ser una simple anécdota histórica.


Exteriormente, y de lejos, más que un pueblo emparentado más o menos cercanamente con las etnias de Pakistán o Afganistán, los drokpas podrían pasar por nativos norteamericanos. Su unión con la naturaleza es completa, considerándose ellos parte íntegra de ésta.

Una mujer drokpa en un festival étnico.


Los hunza (o hounzas, o hunzakuts):

Los hunza viven en el valle del mismo nombre, en la hermosa pero torturada región de Cachemira, repartida entre Pakistán -casi la mitad oeste-, la India -el centro y gran parte del este- y China -una faja de terreno del extremo oriental del territorio-. Son entre 40.000 y 50.000 personas, que si bien no es mucho, al menos les permite tener cierto peso demográfico en el territorio donde viven. En su caso, no son animistas, sino ismailíes, una rama heterodoxa del islam chiíta extendido básicamente por Pakistán y la India -además de unos 100.000 en Siria, y un puñado en Occidente y otros países musulmanes. Aunque el ismailismo es una corriente bastante filosófica y un tanto complicada de comprender en profundidad -considera el Corán no como un libro a seguir a rajatabla, sino que defiende que se le interprete de una forma alegórica- en general, los hunzas no se complican la vida con disquisiciones teológicas, si bien es cierto que son una comunidad mucho más liberal y abierta que gran parte de los musulmanes de su país -en realidad, ismailiíes y ahmadíes, una rama muy heterodoxa y marginada del sunnismo, originaria de Pakistán, son las dos comunidades musulmanes, desde un punto teológico, no étnico, más modernas y abiertas de mente del país-. El analfabetismo es inferior a la media nacional, y la casi totalidad de los niños y niñas -también ellas- están escolarizados, mientras que es prácticamente imposible ver una mujer con nikab -el velo en el rostro, y algunas ni tan siquiera lo llevan el la cabeza. Su lengua es el burushaski, un idioma aislado, hablado por ellos y algunos pueblos vecinos también musulmanes -no hay ni 100.000 hablantes de dicha lengua-, aunque también conocen el urdu, el hindi -en realidad, dos dialectos de la misma lengua, que recibe distinto nombre, sea hablada por musulmanes o hindúes, oficial en Pakistán o India-, o el punjabí. Teniendo en cuenta que es una pequeña comunidad rural, con poca relación con el resto del mundo -y por tanto, no han tenido la oportunidad de conocer gran cosa de lo que sucede más allá de su valle, excepto los emigrados a las ciudades, que son pocos-, no es poco decir.

El valle del Hunza -su nombre viene del río que por él circula, y que también nombra a sus habitantes-. En un lugar así, la vida puede ser dura, pero también tan agradable, que morirse hasta dé pereza, y se quiere permanecer en él todo el tiempo biológicamente posible.

Una de las leyendas que más se cuenta de ellos es que tienen una esperanza de vida altísima. Probablemente, serían uno de los pueblos más longevos del mundo, junto a los japoneses, y algunas comunidades del Cáucaso -como los georgianos y los abjasios-. Incluso, que con cincuenta años, muchos de ellos parecen apenas treintañeros, y no pocas mujeres son capaces de ser madres, de forma natural y sin ayuda alguna de la ciencia, rondando los sesenta. Sobre todo ello, no deja de haber una parte de verdad. Debido a múltiples razones o causas -dieta, clima, inexistencia de alcohol o droga, y apenas tabaco, o que la población trabaja o realiza ocupaciones físicas durante toda la vida, pero sin caer casi nunca en la explotación o exceso de trabajo-, sí es cierto que son un pueblo longevo, y que se conservan físicamente bien. Pero decir que casi toda la población llega a centenarios, y que no pocos han llegado a cumplir ciento veinte -cabe preguntarse cómo lo habrán demostrado, si casi ninguno ha tenido nunca carnet de identidad, o lo obtuvieron décadas después de haber nacido, y sin que hubiera documento alguno que certificara fecha de nacimiento- es, como mínimo, una exageración. Eso sí, no pocos médicos -o pseudomédicos-, defensores de la vida sana, adeptos a la new wave, y alternativos varios los consideran como un pueblo extraordinario, como diferentes y superiores al resto de la humanidad, y su forma de vida y su dieta, ejemplos a seguir, aunque en ocasiones no sepan exactamente el por qué, y sin tener en cuenta también el clima, la genética, etc. Pero una cosa sí es cierta: viven mucho, y llegan a viejos en unas condiciones físicas y mentales extraordinarias. Aparte de la dieta, tal vez también habría que tener en cuenta, además del trabajo y el ejercicio físico en sí mismos, el hecho de que cumplen anualmente varios periodos de ayuno voluntario, sus baños en aguas frías, o que gustan de practicar deportes -incluso niños y ancianos- a temperaturas que a casi cualquier otra persona -dejando aparte inuit, rusos y otros "pueblos del frío"- metida en su casa, a no ser que resulte extraordinariamente necesario el tener que salir de ella.
Respecto a si son o no descendientes de griegos o macedonios, sí que tienen un físico bastante europeo. Tienen la piel clara, y algunos son rubios o castaños. Pero esto también se puede ver entre los kalash -no tanto entre los drokpa, que en cambio, sí que parecen tener un poco de sangre helénica- y en su caso, 


Aunque el paisaje sea espectacular, la vida de los hunza es difícil, y materialmente modesta. Pero la mayoría no se moverían nunca de allá, a no ser que no les quedara más remedio.


En realidad, no deja de ser curioso que se busque a descendientes de griegos y macedonios, bien sean llegados con Alejandro, o con sus sucesores políticos -los diadocos-, o anteriores -durante el dominio persa de un espacio geográfico muy parecido, o posterior -reinos helenísticos, dominio romano, Imperio Bizantino, mercenarios, esclavos, viajeros y comerciantes de todo tipo- entre pequeñas tribus de valles escondidos. Quizá, sería más lógico hacerlo en grandes ciudades de pasado antiguo, o, al menos, en zonas que han contado con gran densidad de población desde tiempos muy remotos. Los griegos de aquella época eran gente urbana -excepto en la misma Grecia, claro está, donde eran la enorme mayoría de la población, y vivían en todas partes, en el campo y en la ciudad-, así que, cuando colonizaron el Oriente, incluso en estados que se crearon mucho después de la muerte de Alejandro, y que crecieron y expandieron la cultura griega mucho más allá de su imperio -como el Imperio Greco-bactriano, o el Greco-indio, como se les conoce hoy en día-, optaban, o bien en residir en grandes ciudades de la época, o en crearlas ellos mismos -las famosas Alejandrías, por ejemplo- o en elegir una población de tamaño mediano o pequeño, pero que se encontrara en una situación estratégica -en la costa, en medio de una ruta comercial importante, en una zona estratégica para defender una región de una posible invasión exterior- y acababan haciendo de ella una capital importante. Es muy probable, entonces, el poder encontrar descendientes de helenos entre persas, turcos, kurdos, árabes de Irak, Siria o Líbano, o tayikos o punjabíes. O no, porque, realmente, las comunidades griegas, grandes o pequeñas, en ocasiones desaparecieron casi sin dejar rastro, sin saber bien qué fue de ellas, caso de muchas en el Asia Central o el norte de la India.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Los prerrafaelitas (XVII):  Arthur Hacker, ilustre secundario, entre prerrafelismo y academicismo.

El último de una larga lista de pintores aquí retratados junto a su correspondiente obra.


Aquí tenemos un caso de artista tan ecléctico, tan abierto a experimentar con nuevas técnicas y tratar diversos temas, que es difícil considerarlo prerrafaelita, academicista, ambas cosas, o algo más. Probablemente, fue todo ello, y si bien nunca fue un fuera de serie, ni alcanzó la fama de otros autores, ni prerrafaelitas, ni más dados al academicismo o el neo-clasicismo, en todo fue un gran retratista. El hecho de no destacar en nada en particular, aunque parecía bien que era capaz de resaltar, o al menos de cumplir bien en todo, tal vez ha hecho que, pasado el tiempo, sea poco recordado incluso entre la gente entendida en arte de su propio país.


El hombre que no se cansaba de buscar nuevos caminos.

Arthur Hacker nació y murió en Londres (1858-1919), y en general, se le incluye siempre como pintor del academicismo inglés más típico. Lo mismo pintó retratos individuales, escenas al aire libre, mitológicas, o medievales. Un poco de todo, en resumidas cuentas, lo que hace que su obra no parezca haber sido pintada por una sola persona.
Arthur era hijo de un grabador e impresor, Edward Hacker, experto en escenas deportivas y de animales, y estudió, como tantos otros, en la Royal Academy desde 1876, donde aprendió a ser un buen retratista con un estilo, como no, academicista, aunque con la mente abierta a nuevas influencias. Aunque no tuvo amistad o trato directo -que se sepa- con célebres prerrafaelitas, sí que acabó recibiendo influencias de ellos, pues después de varias obras claramente academicistas, clásicas -no en el sentido de tratar la Antigüedad clásica, pues eran en no pocos casos retratos de personas reales y contemporáneas suyas-, pasó a practicar dicha corriente con bastante suerte. Aunque nunca fue un pintor especialmente reconocido, tampoco fue un artista hasta cierto punto oscuro. Fue conocido, y se ganó bien la vida, y el hecho de pintar un poco de todo también ayudó a encontrar nuevos clientes -o sea, lo que ahora se diría "nuevos mercados".

"La tentación de sir Percival" (1894), que sería una de sus obras más auténticamente prerrafaelitas, donde la leyenda medieval y la religión -desde un punto de vista más mítico que místico- se entremezclan. Y no, Percival, protagonista del ciclo del Grial -derivado, a su vez, de la leyenda del rey Arturo- no cayó en tentación alguna. O eso se cuenta.

File:Arthur Hacker - Pelagia and Philammon.jpg
"Pelagia y Filemón" (1887). Una imagen basada en una de las últimas páginas de la novela "Hipatía", de Charles Kingsley, publicada en 1853. Filemónera un monje, que vivía como un eremita en el desierto del Egipto de los últimos días del Imperio Romano Unificado, y que mira -y piensa, a saber qué- a su hermana durmiendo prácticamente desnuda -en realidad, en la novela lo está completamente-.

En principio, fue un pintor realista, de la mano del francés Léon Bonnat, de quien fue alumno en París entre 1880 y 1881, y eso se haría notar en sus primeras obras. Como otros muchos pintores y escultores de su época, y de cualquier estilo, él también viajó a Italia. Pero, además, visitó España y, cosa poco común entre los británicos, también Tánger y, en general, el norte de África. El orientalismo era una corriente bastante común en Francia o España -Fortuny o Tapiró, sin salir de mi propia ciudad-, pero no era muy habitual en Gran Bretaña, donde había más interés por el Medievo y la Antigüedad, o a lo sumo por Estambul, capital del Imperio Otomano -pero el de los buenos tiempos, no el Imperio decadente y en retirada de la segunda mitad del siglo XIX-, así que eso también fue algo novedoso en él, y le influyó a la hora de realizar pinturas exóticas.
Tras el realismo (Bonnat) y el academicismo francés -en realidad, el más influyente en Europa, por encima del británico de la Royal Academy, que tenía a Turner o Reynolds como totems intocables-, pasaría al prerrafaelismo propiamente dicho, que fue el que le dio más fama, para pasar al exotismo y, sobre todo, al llamado plenairismo, una corriente -o más bien sub-corriente, que incluía a pintores de diversos estilos y nacionalidades- consistente en pintar al aire libre, retratando las luces, sombras y colores que se pudieran encontrar no sólo en determinado lugar, sino también en una u otra hora del día, o momento del año. Prefirió, en lugar de centrarse sólo en espacios al aire libre, en zonas rurales, pintar también escenas urbanas de las calles de Londres, mientras que, a la hora de hacer retratos, eligió no a personas importantes o conocidas de la época -y posibles clientes, agradecidos por un buen retrato, y por tanto, buenos pagadores- sino a sus seres más cercanos, familia y amigos.
Fue académico a partir de 1910, y pudo exhibir en dos -en 1878, y en 1910- ocasiones en la Royal Academy, en Londres, aunque no fue, lo que se diría, un socio de los principales o más carismáticos, pero sí mereció, vista su obra, formar parte de la Academia -con mayúsculas- por derecho propio.

"Trafalgar Square" (1919), fue quizá la última de sus obras, y un ejemplo de sus pinturas "de exteriores", sólo que él prefirió retratar las calles y plazas de la gran metrópolis londinense, antes que verdes y tranquilas escenas campestres.

"Fantasías de fuego", tal vez no sea su mejor obra, pero me resulta atractiva porque el autor pinta a la protagonista que sabemos sentada delante de la chimenea, iluminada por el fuego, y con el comedor de su casa al fondo, en semi-penumbra.

Por último, destacar que, en aquella época, tan llena de genios o, como mínimo, de grandes artistas, estos siempre acababan congeniando, conviviendo, influyéndose, o trabajando, si no juntos, sí unos para otros. Se diría, incluso, que unos acababan ayudando, sabiéndolo o sin darse realmente cuenta de lo que podría hacer en un futuro la persona a la que daban una oportunidad, a otros futuros artistas, que en no pocas ocasiones abrirían nuevos caminos. En el caso de Hacker, fue, por un lado, uno de los afortunados que consiguió que el gran escultor Edward Onslow Ford quiso inmortalizar en una de sus geniales esculturas. Por otro, cuando quiso habitar una nueva casa en Health End, en el pueblo de Checkendon -condado de Oxfordshire-, en 1902, en lugar de comprarla, le dio el encargo de proyectarla y dirigir las obras a un jovencísimo arquitecto escoces, Maxwell Ayrton, que años después, llenaría Londres con sus edificios, de un corte más moderno y funcional que el estilo neo-imperial -o neo-clásico- victoriano.

"La sirena", donde un pobre pastor se siente espantado, pero también fascinado -¿y repentinamente enamorado?- de una sirena que, al estar lejos de su elemento natural, el agua del mar, toma aspecto de mujer humana, aunque con un aura o energía que indica su origen más o menos divino.

File:Arthur Hacker - Leaf Drift - 1919.png
"Hojas llevadas por el viento" -traducción aproximada de "Leaf drift"-, también de 1919, lo que hace suponer que el autor estuvo trabajando hasta el último momento. Como buen prerrafaelita, aunque no lo fuera en todo momento, gustaba tanto de las mujeres hermosas y lánguidas, como la fiel y realista reproducción de la naturaleza, principalmente de la flora, hojas secas incluidas. 

sábado, 2 de mayo de 2015

El segundo relato más corto de Amélie Nothomb: "Simon Wolff".

Otro de los pequeños relatos aparecidos en revistas o libros colectivos que raramente se traducen.


Amélie Nothomb, como ya escribí en las entradas que sirvieron para contar su vida y, al tiempo, hablar sobre su obra -en realidad, vida y obra se entrecruzan y mezclan sin saber exactamente donde empieza una y acaba otra, o viceversa-, aparte de sus novelas, que en ocasiones son más bien relatos largos, existen también algunos relatos o cuentos muy cortos, que acostumbran a aparecer en revistas o en libros colectivos, de una sola edición y tirada no demasiado larga -en Francia y Bélgica, al menos; en España, serían, seguramente, tiradas más que aceptables, por no decir grandes-, que se crean a partir de diversos relatos escritos para la ocasión por autores, en general, conocidos y respetados -o no-, y que acostumbran a tener en común el tema del que todos ellos tratan, o intentan tratar.
Hace tiempo publiqué el más corto de ellos, "Aspirina", que se dice que tiene la extensión de dos simples páginas, pero que a mí me pareció todavía más corto. Tal vez fueran dos páginas de un libro de formato pequeño y letra grande. En este caso, en teoría, ocupa seis, aunque con gran abundancia de espacios en blanco después de cada punto y aparte. Y son unos cuantos. Pensé, quizá, en eliminar dichos espacios, aunque como lo encontré así, en un foro -no blog- dedicado a la autora y su obra, que como ya se dijo también, tiene una especial alergia a las nuevas tecnologías, y no tiene web oficial, ni página en facebook, ni cuenta de twiter, ni cualquier otra cosa en la red. O sea, que el foro, como en realidad es habitual cuando tratan de literatura o cine, no tiene relación directa con ella, sino que ha sido creado por sus fans. Y de ahí que algunos cuelguen allá sus relatos más cortos en su versión original en francés, pues francófonos son los que lo crearon.
Pues aquí cuelgo una traducción, imagino que no del todo fiel, pero al no ser profesional, se hizo lo que se pudo, aunque creo que no está demasiado lejos -espero- de lo que la autora escribió en francés.


Simon Wolff.

Hay dos tipos de investigadores: los que tienen la suerte de llamarse Simon Wolff, y los otros. 


Mi nombre es Simon Wolff: la banalidad del nombre me permite respaldar la autoría de innumerables artículos. Ciertamente, no sé su contenido; en ocasiones, ni su misma existencia. Para nutrir un currículum, sólo cuenta la longitud de la lista de obras. 



Así que busqué  las referencias del "Índice de Orígenes de Citas Científicas" de todos los artículos firmados por S. Wolff. Y las he anexado a lo que los americanos llaman su "Resumen". Con tal ampliación, en lo sucesivo, su densidad y variedad propiciaron que se me abrieran las puertas más elitistas. 


Ya habrán comprendido: mi verdadero nombre no es Simon Wolff. He leído con pasión revistas científicas inexplicables. Pero en 1992, con pocos meses de intervalo, vi dos artículos (uno en el "New Scientist", el otro en "Para la Ciencia") que habían sido realizados por varios sabios bienhechores que tenían el nombre de Simon Wolff. Pensé que si había ya tantos homónimos, no habría objeción para alargar la lista. 


No hay justicia en el nacimiento. Mi nombre es Venantius Xatamer. Hay pocas probabilidades de que me encuentre un homónimo, y mucho menos en el mundo de la investigación. Esta singularidad no me habría disgustado si tuviera una sombra de espíritu de invención: pero no hay rastro de ella en mí. Mi cerebro no es idiota, sobre todo cuando procede a estimar al prójimo: sólo es incapaz de crear algo nuevo. Este es también el caso de la mayoría de las inteligencias. El sistema universitario es absurdo, forzando a cerebros ingeniosos pero estériles a disfrazar lo viejo como si fuera nuevo, es decir, escribir una tesis. 


Bajo el nombre de Venantius Xatamer, escribí una sola tesis, debido a la cual sufrí un dolor de perros. Todavía puedo oír el juicio del profesor: "Señor Xatamer, en su estudio, hay mucho de bueno y mucho de nuevo. Desgraciadamente, lo que es bueno no es nuevo, y lo que es nuevo, no es bueno". No obtuve la beca que esperaba.


Ese fue el día en que decidí cambiar de nombre. En menos de un segundo, Venantius Xatamer, filósofo mediocre a quien la CNRS (Centro Nacional para la Investigación Científica) nunca hubiera querido, se convirtió Simon Wolff, poseedor de prestigiosos diplomas de las más célebres universidades estadounidenses, británicas y alemanas. 

En este momento, me encuentro en el interior de un tren. A través de la ventana, el paisaje no resulta interesante: es el de la típica provincia francesa que no creo que le interese a nadie. El revisor pasa y pica los billetes de cada compartimento  sin mirar siquiera a su dueño. Que sea Simon Wolff o Venantius Xatamer, nada significa para él. Por otra parte, fuera del mundo de la investigación, no significa nada para nadie.

Cuando uno lleva un nombre falso, solo hay una regla básica a seguir: huir de la capital y las principales ciudades. El robo de identidad es más propenso a ser descubierto  allí. 


Otra regla es la de no instalarse en ningún sitio. Eso no me cayó muy bien, nunca lo había envidiado. Si uno posee dinero -y yo lo tenía, gracias al CNRS- nada semejante a viajar.

Una sola persona está al tanto de todo: se trata de un profesor de matemáticas de la universidad de... Se entenderá que calle su ciudad y su nombre. Lo voy a llamar por sus iniciales: DN. Le telefoneo regularmente para saber como está cambiando mi situación. Resulta explícito: no evoluciona en absoluto. "Las personas no se preocupan por su identidad, Venantius. Tanto peor para tu orgullo,  tanto mejor para tus finanzas." 

Al principio, pensé que tendría menos suerte con las mujeres: Simon seduciría menos que Venantius. ¡Qué error! Las jóvenes tienen un oído  poco sensible. Sin embargo, detalles como el total de la cuenta del restaurante, o la categoría del hotel, son para ellas de suma importancia. 

Me quedé demasiado tiempo en M. No es que me llamara mi atención, más bien estaba empezando a fastidiarme. No resultaba extraño que me estuviera aburriendo: no estaba trabajando en nada. Cuando llego a un nuevo lugar, ya veo lo que hay que ver, observo a las mujeres que valen la pena, llamo por teléfono DN, y le doy una dirección temporal a la que puede enviarme las revistas científicas. Las leo en profundidad, acostado en la cama de la habitación del hotel. Me cuesta gastar mi dinero, porque no siento deseo de nada. 

Para ser más preciso, no siento deseo por nada que pueda comprarse. De lo que siento envidia, es de tantas cosas que no tienen precio. Mi mayor sueño sería encontrar una idea: por desgracia, como ya he dicho, mi cerebro no tiene los medios. Al menos eso prueba que no he usurpado mi título como investigador: yo investigo. Apenas tengo posibilidad alguna de encontrar lo que sea, a pesar de que investigue. Parece estar en mi naturaleza el buscar para no encontrar. 

¿Y qué es lo que busco? No tengo ni idea, desde luego. Cuando a Newton se le preguntó cómo había descubierto las leyes de la atracción universal (la gravedad), respondió: "Pensando cada día" ¿Qué sentido debe atribuirse a dicha frase? ¿Qué sentido tiene el hecho de pensar algo que no ves? Canguilhem dijo: "No hay invención sin la conciencia de un vacío lógico." De vacíos lógicos, yo los siento en todas partes, pero son demasiado vagos para que su tensión me revele la mínima luz.

Cuando no se encuentra nada, se roba. He robado el nombre de un puñado de gente más inteligente que yo. ¿Qué es un nombre? Nada. Llamarme Simon Wolff no permite ser el marido de las mujeres casadas con los otros Simon Wolff, ni vivir en sus casas, ni poseer su dinero (después de todo). Simplemente, es como si estuviera usando un código informático que me da acceso a un estatus  ventajoso.

Pero eso no me sirve para gran cosa, pues el mundo no es un ordenador. Pero hay que reconocer que existen similitudes. Llegamos a algún lugar donde rostros y puertas están cerrados. Entonces, pronuncias las pocas sílabas clave: "Mi nombre es Simon Wolff",  y la informática de las relaciones humanas se ejecuta al momento: los rostros y las puertas se abren ante ti. 

Llamarse Simon Wolff es como llamarse Sésamo.
En el mercado de valores, hay dos que son  muy populares: la verdad y la  justicia. No  es que sean muy respetadas, ni mucho menos, sino porque nadie pone su nobleza en cuestión. Un hombre que se bate por ellas está desde el principio en el lado adecuado.

Una cosa me sorprende: la profunda incompatibilidad entre estos dos ideales. Tomemos la verdad más banal: la identidad que recibimos al nacer. El nombre y "aquello que va con": estatus social, nacionalidad, o incluso los defectos psíquicos. No podemos imaginar algo más injusto. Pero contra esta iniquidad original, ¿Existe otra forma de proceder que no sea la mentira? 

Puedo escuchar una cortejo de gente respetable protestando: "No, uno puede elevarse por medio de sus obras, su virtud, etc." Suponiendo que esto sea cierto, cosa que dudo, ¿cual sería la cura para esas mismas personas, cuando se descubre en ellas la insipidez de sus propios rostros, la falta de encanto de un nombre, la ausencia de genio de un espíritu? 

Sí, ya sé: se puede vivir con esos obstáculos tan benignos. No merecen ni que se hable de ellos. No se trata de auténticos problemas -siempre y cuando, claro está,  de no tener ambición alguna en ningún campo-. Que es el caso de la mayoría de seres humanos. 

Pero ese no es mi caso. Durante años, he vivido en la obsesión de que la verdad se comportó de forma inapropiada conmigo, así que tuve que tomar venganza contra ella.

El día que cambié de identidad, no experimenté la menor vergüenza. Sentí una viva impresión de justicia. No me volví más hermoso, ni  más inteligente, pero me concedí un don privado que me permite consolarme para siempre de mi falta de belleza e inteligencia. 


Entre la verdad y la justicia, he optado por centrarme en la segunda. Lo que resulta extraño es que, a partir de mi mentira, me sentí más cerca de mí otra verdad  -una verdad mucho más real-. El brillante investigador lleno de diplomas se parecía mucho más a mi yo interior que el estudiante de un estéril doctorado. ¿Vanidad? Puede Ser. 



Pero cuando la vanidad es merecida, se le puede llamar orgullo. Después de todo, usurpar la identidad de otro no está al alcance de cualquiera. La prueba es que el procedimiento no es algo corriente. Decenas de Simon Wolff nacieron con este nombre providencial sin haber hecho nada para ello. Sin embargo, yo había  luchado para llegar allí. Si viviéramos en la meritocracia, yo sería el único en poder llamarme Simon Wolff.