viernes, 18 de octubre de 2013

El continente y el contenido.

O como, en esta época en que vivimos, resulta más importante y llamativo un museo como edificio en sí mismo, que por lo que contiene.

Como hace ya tiempo que no escribo nada aquí, tenía ganas de escribir algo, aunque fuera una entradilla corta, con algún comentario de algo que me hubiera llamado la atención o, simplemente, alguna ocurrencia que me haya venido a la mente.

Sin saber explicar el por qué, hace días que pensé en algo que me llamó algo la atención, y que vino a raíz de una segunda visita que hice a Bilbao, y en general al Norte -la primera fue hace años, a Euskadi; hace tres años, recorrí Asturias y Cantabria; en esta ocasión, otra vez a Cantabria, y a Bilbao y San Sebastián de nuevo-.  Es simple, y tiene que ver, directamente, con el museo Guggenheim: nadie niega que, como edificio y símbolo de Bilbao, es una maravilla. Yo mismo lo he visto de cerca en dos ocasiones, y en la segunda, he comprobado que se le han ido añadiendo esculturas nuevas, lo que hace de él un lugar más atractivo y fascinante, si cabe. Y tampoco se negará la originalidad del edificio en sí mismo, en forma de barco, creado con cientos de piezas de titanio, con aleación de cinc, -alguno se preguntará como, si el titanio es un metal tan caro y raro de encontrar, por qué no se ha robado pieza alguna: es simple, hace años, al poco de acabarse, se robaron un par, que cualquiera sabe donde andan, pero se trata de un elemento que tiene pocos usos, y siempre industriales o científicos; dicho de otra manera, si robaras una pieza, no sabrías qué hacer con ella, o a quién poder venderla o intercambiarla. Resultaría algo inútil, a la par de fácil de rastrear, así que mejor concentrarse en el cobre, y metales más fáciles de vender en el mercado negro-, que se asemejan a escamas, y que resulta ideal para soportar el húmedo clima del norte. Una edificación llena de curvas y formas aparentemente anárquicas, pero que, visto en perspectiva, no deja de ser armoniosas. 
Al edificio en sí mismo, añadir la que ya es la mascota de Bilbao, el perro Puppy, el can florido, porque son flores vivas las que lo recubren, y que hay que ir cambiando cada pocos meses, según la estación, y que hace que, en ocasiones, el perro en cuestión parezca estar haciendo sus necesidades, debido al que "pierde agua", en su parte inferior, lo que no impide que resulte casi obligatorio el acercársele, el tocarlo -¿están vivas, estas flores? Pues sí, sí que lo están-. Y junto al "mega-perro" -claro, es de Bilbao-, y el museo, también conocido como "La caseta del perro" -otra "bilbainada"-, contar las esculturas que se han ido añadiendo poco a poco: la araña, "Mamá", - con sus huevos -de mármol, y que todo el mundo intenta encontrar-, obra de Louise Bourgeois; "Tulipanes", una escultura en forma de siete tulipanes de vibrantes colores, y que pocos se resisten a no fotografiar; y ese par de ejemplos de "esculturas no corpóreas", por decirlo de alguna forma: "Fuente de fuego", de Yves Klein, consistente en cinco artilugios que mandan al espacio otras tantas columnas ígneas a determinadas horas del día; y la obra del japonés Fujiko Nakaya, consistente en un banco de niebla artificial, que provoca que el edificio aparente un barco que intenta navegar por un mar cubierto por dicho elemento atmosférico.

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El Guggenheim, como un barco recién llegado a la ría bilbaína.

El primer Guggenheim, en Nueva York.

Bueno, ¿y a qué viene esto? Como ya se ha visto, no me he extendido contando la historia del museo. Hay en la red muchas páginas que lo contarían mucho mejor que yo. El tema es otro. Simplemente es: ¿alguien sabe, realmente, qué es lo que se expone en el Guggenheim? Sí, vale, se conoce la costumbre de haber gran número de exposiciones temporales, principalmente de arte vanguardista, moderno -o sea, básicamente, abstracto-. Pero pocos son los que, en un viaje organizado por agencia, lo han visitado por dentro, aún teniendo tiempo para ello. Pero no son muchos más los que, visitando Euskadi y otras zonas del norte de España, se les ha ocurrido pasarse una mañana visitándolo por dentro. Yo lo hice la primera vez, y sólo me llamó la atención -quizá, por su novedad- una exposición dedicada a autores africanos. Pero apenas recuerdo nada más. Se han intentado hacer, también, exposiciones de arte "clásico", inteligible para el gran público, poco proclive a que le expliquen, culturicen, y en no pocas ocasiones, que les tomen el pelo, con lo más granado de la vanguardia artístico-cultural. Ha habido exposiciones -para algunos, demasiado pocas, y no muy duraderas en ocasiones- de grabados de Durero, de dibujos de Miguel Ángel, o de obras llegadas del museo Ermitage de San Petersburgo, pero no mucho más. Básicamente, porque el museo atrae a la ciudad mucha gente, y los bilbaínos lo notan y agradecen, pero la institución propiamente dicha -con una autonomía bastante grande, tanto del ayuntamiento, como de cualquier otra administración, lo que significa más independencia y personalidad propia, pero también, a veces, cierta falta de coordinación- necesita de visitantes, de los que pagan entrada y compran recuerdos, para mantenerse. Porque el edificio, sí, es una maravilla, pero las placas, como las cristaleras y todo lo demás, hay que, no sólo limpiarlos, sino también mantenerlos.

Un perro de Bilbao, crecidito. Y al lado, un ejemplo arquitectónico del color "azul Bilbao", muy de la ciudad, pero que no pega ni con cola con el resto del edificio.

En resumidas cuentas, en una época entre la modernidad y la post-modernidad -o como se quiera llamar a estos oscuros días en que estamos viviendo todos; o malviviendo, y cada vez más-, parece más importante en algo como un museo, que siempre ha sido una institución que destaca por sus exposiciones y fondos en propiedad, que el edificio sea llamativo y rompedor, un símbolo de la ciudad y el país, que lo que contiene y expone. Vendría a ser lo mismo que una universidad destaque más por sus instalaciones que por la calidad de sus profesores, y la preparación con la que salen de ella sus alumnos. O que lo más importante de un libro sean las tapas, y no el texto. Aunque esto, en ocasiones, es muy real. ¿O quién no ha oído hablar de algún nuevo rico, o no tan rico, que quiere presumir de cultura comprando los libros por metros, y pidiendo por favor, que los lomos y las tapas sean lo más llamativos posibles?

Un ejemplo radical de "libros por metros". No adornes tus paredes con ellos: mejor utilízalos para levantarlas.

martes, 1 de octubre de 2013

El monte Athos, el país de los monjes.

Una república monástica en un confín de Grecia.


Desde hace unos días, he podido leer alguna noticia que hacía referencia a un lugar que se podría considerar único en el continente europeo, pues, aún formando parte de la República griega, no deja de ser un auténtico estado dentro del estado heleno: una república monástica con una soberanía casi plena, y con un gobierno y una sociedad formados enteramente por monjes varones. Una rareza histórica y social, y un anacronismo, sin duda, pero también un mundo que parecía perdido, aparentemente olvidado, pero muy interconectado con la Grecia moderna.
Sin embargo, para comprenderlo un poco, mejor empezar por una breve descripción física del lugar, de quienes viven allá, de cómo lo hacen, y cómo son los numerosos monasterios en los que moran, para seguir con un resumen de su historia, y una breve explicación de su situación actual, en que la división teológica, y los escándalos de corrupción -algo tan común, por lo demás, también en el resto de Grecia-, que en la actualidad lo sacuden.

Un mapa de la república monástica de Athos, con el monte del mismo nombre en el sur-este de ésta.

El monte Athos visto desde el mar Egeo.

El territorio, en su totalidad, sería de unos 335 kilómetros cuadrados -parece poco, pero hay estados independientes más pequeños; de no ser un estado religioso, bien podría ser una pequeña nación que viviera del turismo y, con toda seguridad, de disfrutar de su condición de paraíso financiero-, y sería, para entendernos, dentro de la pequeña península de la Calcídica, al nordeste de Grecia, y con la forma de una mano de tres dedos, la tercera de las tres pequeñas sub-penínsulas -los dedos en cuestión-. O dicho de otra forma -con una precisión más geográfica-, más a oriente. O a la derecha, que viene a ser lo mismo. En este "país", que forma parte de Grecia, pero con una soberanía casi plena -aunque, por su misma naturaleza, no puede funcionar a nivel internacional como un auténtico estado-, formaría parte, en teoría, de la Unión Europea, incluido el uso del euro como moneda propia, pero está exento de diversas leyes, entre ellas, el de libre circulación de personas. Y eso es porque aquí, en este país de hombres, la entrada de mujeres está, simplemente, prohibida. La prohibición es tan radical, tan absoluta -que sería escandalosa, si  no fuera, también, una rareza histórica que no deja indiferente a nadie, pero que no deja de ser hasta cierto punto inofensiva-, que ni tan siquiera pueden haber allá  animales de sexo femenino. Razón por la cual, los monjes que deseen comer huevos o beber leche, deben importar dichos alimentos, pues no hay -al menos, en teoría-, ni gallinas, ni vacas, cabras u ovejas que puedan proveerlos de ellos. Y teniendo en cuenta que no es que cuenten con mucho espacio para el cultivo, ni que exploten el turismo de forma seria, no deja de ser una forma más de complicarse la vida. Pero se considera que toda la región es un gran momasterio masculino, dividido, a su vez, en veinte, todos ortodoxos -la mayoría griegos, pero también rumanos; las iglesias rusa, serbia, búlgara y georgiana también cuentan, cada una, con uno propio-, con su propia autonomía y personalidad, sus líderes y sus puntos de vista -que en no pocas ocasiones han provocado peleas y discusiones, nunca mejor dicho, bizantinas, e incluso violencia, como en el último año, entre conservadores y ultraconservadores o cismáticos-. En total, viven aquí más de 2.200 monjes -todos hombres, y la mayoría griegos, pero las otros iglesias pueden contar con monjes llegados de los países que representan, u otros que cuenten con comunidades de dichas nacionalidades-. Aunque el griego sea, además de oficial, la lingua franca de todas las comunidades, el resto de idiomas de los distintos monasterios "extranjeros" también lo son porque la República Monástica -que en realidad es una monarquía electiva, pues su jefe de gobierno, y en la práctica de estado, sería el llamado Patriarca Ecuménico de Constantinopla, heredero de la perdida grandeza del extinto Imperio Bizantino- tiene sus propias leyes -fueros de la Montaña Sagrada de Athos-, y se le deja hacer en casi cualquier cosa que no se entrometa en el -mal- funcionamiento del Estado Griego propiamente dicho.

Uno de los monasterios al borde de un acantilado, y que suben todo lo que necesitan con poleas y cuerdas, desde barcas que lo traen desde el exterior.

Los orígenes de tan extraña sociedad monástica.

Evidentemente, un estado de facto de este tipo, tuvo que aparecer, que crearse, en tiempos del Imperio Bizantino, o Imperio Romano de Oriente, que cuando su hermano occidental cayó, sucumbiendo a los ataques continuos de los bárbaros -o de los germanos, pues no todos eran tan bárbaros como se les ha pintado-, se quedó en Imperio Romano, sin más. El nombre de "Imperio Bizantino", en realidad, se empezó a usar cuando dicho estado ya había dejado de existir, y no fueron los griegos, ni tampoco los habitantes del sur de Europa -los que tuvieron más contacto con él- los que empezaron a usarlo, sin alemanes, flamencos y futuros holandeses, que lo consideraban algo tan alejado en lo geográfico, como en lo temporal y lo ideológico.
Fue el emperador -basileus- Basilio II, el que decidió en 963 permitir la construcción, en aquella zona casi inhabitable y olvidada, del monasterio de la Gran Laura, que, desde ese momento, tendría la primacía sobre todos los otros que allá se instalaran. Basilio estaba demasiado ocupado siempre con sus luchas contra los búlgaros, que con su khan, su rey-guerrero Samuel, había logrado crear un gran estado no sólo sobre la actual Bulgaria, sino también por una parte importante del norte de Grecia y Albania. El basileus tardó años en aplastar al pequeño pero aguerrido ejército de Samuel, exterminando a combatientes y civiles, y llegando a llevar -muy orgullosamente, por cierto- el sobrenombre de bulgaroctonos, "matabúlgaros". En la práctica, a medida que crecían los monasterios, la población de monjes, y el área que estos dominaban, todo aquello pasó a ser una pequeña provincia más, que siempre disfrutó de la protección del Imperio Bizantino. Sin embargo, la decadencia de dicho estado hizo que se acogieran a la protección del papado -algo que les resultaba odioso, después de que católicos occidentales y ortodoxos orientales se separaran en iglesias distintas, pero que no les quedó más remedio, ante la amenaza de los guerreros occidentales de la IV Cruzada, que, apoyados por Venecia, estaban mucho más interesados en destruir el estado bizantino, y saquear sus territorios, que en combatir a los musulmanes-, y, más adelante, sufrir el saqueo de los almogávares catalanes y aragoneses, en el siglo XIV, cuando el Imperio era poco más que retazos inconexos, más allá de la capital y alrededores.
Finalmente, los turcos sometieron Constantinopla, los monjes se rindieron -en vista de que no podían esperar ayuda de nadie-, y tuvieron que soportar fuertes tributos -como todos los cristianos, en mayor o menor medida-, lo que hizo que el interés por vivir allá disminuyera, y toda la antigua provincia monacal cayera en decadencia. Sólo a partir de 1912, durante la I Guerra Balcánica, en que el Imperio Otomano casi desapareció de los Balcanes -no conservó más que la Tracia turca, la actual Turquía europea-, el pequeño y atrasado reino de Grecia consiguió anexionarse el norte del país, que incluía Athos. Y en ese momento, su rey y sus consejeros se debieron preguntar qué hacer, y cómo administrar, tan curioso lugar. Un territorio con ideas arcaicas -algunos viajeros, tanto franceses y británicos como rusos, lo habían visitado durante el dominio turco, y sus opiniones van desde la admiración, el encuentro con la paz espiritual, o cierto desdén por lo que consideraban un poder demasiado grande de una iglesia tan pobre, en aquella época, como la griega, y la incapacidad de aquellos monjes de vivir sin fastidiar a nadie a la hora de reclamar ayudas-, pero que también, quizá por eso mismo, por tratarse de un pedazo de Edad Media que había perdurado hasta  pleno siglo XX, una especie de símbolo, tanto religioso como cultural y nacional, de la renaciente Grecia.

Cuando uno de los monjes muere, sus huesos son lavados con vino, y depositados en un osario común. No hay cementerios propiamente dichos.

En general, los monjes viven de forma modesta, y muy centrados en el rezo y la meditación, rodeados de cirios, lámparas de aceite, e iconos de la Virgen (la Santa Madonna), Cristo y los santos ortodoxos, que no son siempre los mismos que los católicos -por ejemplo, la emperatriz consorte Teodora, esposa de Justiniano, es santa para ellos, a pesar de haber sido en su juventud artista de circo, actriz de segunda y prostituta, o al menos dama de compañía. Pero el hecho de que acabara siendo, se supone, una buena cristiana, y el impulso que intentó darle al imperio como una auténtica soberana no reconocida, debieron contar mucho para subir a los altares ortodoxos-.

Los problemas de una república monástica en los tiempos que corren.

Está bastante claro que, en primer lugar, los 20 conventos y sus monjes no dejan de ser, en cierto modo, pequeños pueblos que, al menos en principio, deberían ser parcialmente autosuficientes en cuestión de agricultura y ganadería. Pero muchos de ellos no están muy dispuestos a tomarse en serio la explotación agro-pecuaria de su tierra. Además, al no haber animales hembras, no se pueden conseguir leche -aunque sí que aprovechan la que compran para hacer queso o yogur- o huevos frescos. Respecto al turismo, en principio existe, pero sólo se puede acudir en calidad de peregrino -o, al menos, eso es lo que los turistas deben contestar cuando se les pregunta qué han ido a hacer allá; se hace necesario, incluso, conseguir una autorización legal, llamada diamonitirion-, y no hay otra forma para entrar allá que no sea por ferry, que atraca en el único puerto de la "república", el de Dafni, donde se encuentra el también único bar, y se controla cada mochila de los que salen de su territorio, no sea que se lleve algún recuerdo que no debiera. Además, está prohibida la entrada a mujeres, niños y adolescentes -en estos dos casos, de ambos sexos-, y raramente se permite que más de un 10% de los "extraños" -o "exteriores", que también es como se les podría llamar- sean extranjeros -o sea, de fuera de Grecia, o no perteneciente a uno comunidad griega del exterior, como los chipriotas, o los griegos de Líbano, o de Norteamérica o Australia-. Todo esto hace que, en un lugar, donde en ocasiones -cuevas o pequeñas ermitas más o menos dependientes pero separadas de los monasterios mayores, pero también en algunos de los más pequeños- para enviar alimentos o medicinas, o cualquier otra cosa, se tengan que usar cestas atadas con cuerdas y tiradas por poleas, y que previamente se han traído en barca o lancha, el turismo, y en general todo lo que sea movimiento de personas o mercancías con el exterior, se haga difícil y problemático.

Una de las ermitas, probablemente habitada por un ermitaño, dependiente, pero separada de cualquiera de los monasterios comunales.

Si no hay comunicación por tierra -no hay carreteras, ni caminos que merezcan dicho nombre; se podría entrar, pero más como un aventurero o caminante de zonas montañosas, que como un viajero al uso-, cuando hay incendios forestales, y en Grecia son penosamente habituales -además, Athos es zona muy boscosa-, se podría decir que, si no se combate el fuego desde el aire, tienen que ser los mismos monjes los que impidan el avance de los fuegos. O eso, o esperar que se extingan por sí mismos, porque no parece que los habitantes del monte estén muy por la labor de construir -o permitir que lo hagan otros- cortafuegos, puntos de vigilancia, o, al menos, poseer material moderno anti-incendio.
En lo que sí parecen poder ganarse la vida, es en la restauración de libros y obras de arte antiguas. Algunos monjes son gente instruida y con estudios, e incluso carrera, y eso hace que administraciones, iglesias y particulares les manden sus preciados, pero un tanto maltratados por el tiempo, tesoros religiosos.
Pero Grecia, además de problemas económicos y sociales gravísimos, lleva sufriendo desde hace ya demasiado tiempo e flagelo de la corrupción, y la iglesia ortodoxa, que formalmente está separada del estado, pero que tiene una influencia todavía muy fuerte -y que, hasta hace poco, y por presión popular, no demostraba demasiada atención por la legión de los menos desfavorecidos, cuyo número no para de crecer, en los oscuros tiempos que corren para la nación helena-, no ha escapado a semejante lacra. El abad del monasterio de Vatopedi, acabó en una cárcel ateniense por haber intercambiado bienes rústicos de su comunidad monástica, sin apenas valor real, por propiedades del estado griego -por un valor de casi 100 millones de euros, y que fue una de las causas del gobierno conservador del momento- , que en principio, pertenecía a toda la ciudadanía, pero que no supieron de todo ello hasta que lo denunció la prensa. El hecho de que el causante de semejante desaguisado, el abad Efraim, cuente con seguidores incondicionales hasta por internet -que le vitorearon en una visita a una feria de turismo de Moscú, donde la iglesia ortodoxa griega fue como una invitada más- no impidió que acabara en la penitenciaría de Korydallos.

Los incendios en el monte hicieron que fuese imposible evitar que, aunque poco, no intervinieran bomberos del exterior, pero no era lo más común.

Los más jóvenes, además, aparte de sus necesidades, digámoslo así, más íntimas -que les "forzó" a hacer visitas a mujeres que les consolaran de ciertas "debilidades", lo que también hizo, para sorpresa de todos, que el SIDA llegara a un lugar donde, supuestamente, no podía llegar de ninguna de las maneras-, en ocasiones, quizá por un exceso de testosterona, acabaran rebelándose contra la iglesia oficial, concentrándose en el semi-ruinoso monasterio de Esfigmenu, para protestar por la apertura del líder de la iglesia, y su disposición al acercamiento al Vaticano y los católicos. Allá, unos 50 -en principio, llegaron a 100- monjes de lo más recalcitrante, que excomulgaron a los que, previamente, les habían excomulgado a ellos, resisten como pueden -cócteles Molotov incluidos-  no sólo a un pequeño ejército de monjes que han intentado sacarlos de allá por la fuerza, la misma que ellos están dispuestos a usar para resistir -con palos, piedras, y lo que haga falta-, sino también a la policía grieta. A los líderes religiosos no les hizo demasiada gracia ver allá a los uniformados, pero, realmente, poco más podían hacer, aparte de llamar a los profesionales. Y la policía griega, de enfrentamientos con manifestantes, saben bastante. Que se sepa, aunque los rebeldes se han ido debilitando, todavía están allá a palos. Como quién dice, lo de "paz en la Tierra" no van con tan santos varones.

Un "Monasterio de Meteora", como llaman en Grecia a los monasterios construidos en altas simas, tanto en Athos, como en otras zonas del norte, o en islas del Egeo, y casi inaccesibles, incluso por aire.

El cómo, en los tiempos que corren, podrá seguir existiendo algo tan curioso como una república monástica, no está demasiado claro, a no ser que sus miembros decidan abrirse al mundo y a la modernidad. También existe el peligro, para ellos, de que dicha modernidad, a veces demasiado reñida con la homogeneidad, no acabe engulléndolos, pues no dejan de ser un anacronismo viviente. Pero, en ocasiones, si dichos anacronismos son inofensivos -y no salen demasiado caros- no dejan de tener su atractivo e interés. Demasiado fuertes son las fuerzas -llámense cultura dominante, tecnología, capitalismo o, viniendo de otras partes del mundo, el islam o la cultura china- que tienden a homogeneizar a la humanidad y las naciones, así que, las pequeñas pero llamativas diferencias que todavía existen entre masas enormes de gentes tan parecidas unas a otras, por suerte o por desgracia -más lo segundo que lo primero- tienden a desaparecer irremisiblemente. O no.