sábado, 2 de mayo de 2015

El segundo relato más corto de Amélie Nothomb: "Simon Wolff".

Otro de los pequeños relatos aparecidos en revistas o libros colectivos que raramente se traducen.


Amélie Nothomb, como ya escribí en las entradas que sirvieron para contar su vida y, al tiempo, hablar sobre su obra -en realidad, vida y obra se entrecruzan y mezclan sin saber exactamente donde empieza una y acaba otra, o viceversa-, aparte de sus novelas, que en ocasiones son más bien relatos largos, existen también algunos relatos o cuentos muy cortos, que acostumbran a aparecer en revistas o en libros colectivos, de una sola edición y tirada no demasiado larga -en Francia y Bélgica, al menos; en España, serían, seguramente, tiradas más que aceptables, por no decir grandes-, que se crean a partir de diversos relatos escritos para la ocasión por autores, en general, conocidos y respetados -o no-, y que acostumbran a tener en común el tema del que todos ellos tratan, o intentan tratar.
Hace tiempo publiqué el más corto de ellos, "Aspirina", que se dice que tiene la extensión de dos simples páginas, pero que a mí me pareció todavía más corto. Tal vez fueran dos páginas de un libro de formato pequeño y letra grande. En este caso, en teoría, ocupa seis, aunque con gran abundancia de espacios en blanco después de cada punto y aparte. Y son unos cuantos. Pensé, quizá, en eliminar dichos espacios, aunque como lo encontré así, en un foro -no blog- dedicado a la autora y su obra, que como ya se dijo también, tiene una especial alergia a las nuevas tecnologías, y no tiene web oficial, ni página en facebook, ni cuenta de twiter, ni cualquier otra cosa en la red. O sea, que el foro, como en realidad es habitual cuando tratan de literatura o cine, no tiene relación directa con ella, sino que ha sido creado por sus fans. Y de ahí que algunos cuelguen allá sus relatos más cortos en su versión original en francés, pues francófonos son los que lo crearon.
Pues aquí cuelgo una traducción, imagino que no del todo fiel, pero al no ser profesional, se hizo lo que se pudo, aunque creo que no está demasiado lejos -espero- de lo que la autora escribió en francés.


Simon Wolff.

Hay dos tipos de investigadores: los que tienen la suerte de llamarse Simon Wolff, y los otros. 


Mi nombre es Simon Wolff: la banalidad del nombre me permite respaldar la autoría de innumerables artículos. Ciertamente, no sé su contenido; en ocasiones, ni su misma existencia. Para nutrir un currículum, sólo cuenta la longitud de la lista de obras. 



Así que busqué  las referencias del "Índice de Orígenes de Citas Científicas" de todos los artículos firmados por S. Wolff. Y las he anexado a lo que los americanos llaman su "Resumen". Con tal ampliación, en lo sucesivo, su densidad y variedad propiciaron que se me abrieran las puertas más elitistas. 


Ya habrán comprendido: mi verdadero nombre no es Simon Wolff. He leído con pasión revistas científicas inexplicables. Pero en 1992, con pocos meses de intervalo, vi dos artículos (uno en el "New Scientist", el otro en "Para la Ciencia") que habían sido realizados por varios sabios bienhechores que tenían el nombre de Simon Wolff. Pensé que si había ya tantos homónimos, no habría objeción para alargar la lista. 


No hay justicia en el nacimiento. Mi nombre es Venantius Xatamer. Hay pocas probabilidades de que me encuentre un homónimo, y mucho menos en el mundo de la investigación. Esta singularidad no me habría disgustado si tuviera una sombra de espíritu de invención: pero no hay rastro de ella en mí. Mi cerebro no es idiota, sobre todo cuando procede a estimar al prójimo: sólo es incapaz de crear algo nuevo. Este es también el caso de la mayoría de las inteligencias. El sistema universitario es absurdo, forzando a cerebros ingeniosos pero estériles a disfrazar lo viejo como si fuera nuevo, es decir, escribir una tesis. 


Bajo el nombre de Venantius Xatamer, escribí una sola tesis, debido a la cual sufrí un dolor de perros. Todavía puedo oír el juicio del profesor: "Señor Xatamer, en su estudio, hay mucho de bueno y mucho de nuevo. Desgraciadamente, lo que es bueno no es nuevo, y lo que es nuevo, no es bueno". No obtuve la beca que esperaba.


Ese fue el día en que decidí cambiar de nombre. En menos de un segundo, Venantius Xatamer, filósofo mediocre a quien la CNRS (Centro Nacional para la Investigación Científica) nunca hubiera querido, se convirtió Simon Wolff, poseedor de prestigiosos diplomas de las más célebres universidades estadounidenses, británicas y alemanas. 

En este momento, me encuentro en el interior de un tren. A través de la ventana, el paisaje no resulta interesante: es el de la típica provincia francesa que no creo que le interese a nadie. El revisor pasa y pica los billetes de cada compartimento  sin mirar siquiera a su dueño. Que sea Simon Wolff o Venantius Xatamer, nada significa para él. Por otra parte, fuera del mundo de la investigación, no significa nada para nadie.

Cuando uno lleva un nombre falso, solo hay una regla básica a seguir: huir de la capital y las principales ciudades. El robo de identidad es más propenso a ser descubierto  allí. 


Otra regla es la de no instalarse en ningún sitio. Eso no me cayó muy bien, nunca lo había envidiado. Si uno posee dinero -y yo lo tenía, gracias al CNRS- nada semejante a viajar.

Una sola persona está al tanto de todo: se trata de un profesor de matemáticas de la universidad de... Se entenderá que calle su ciudad y su nombre. Lo voy a llamar por sus iniciales: DN. Le telefoneo regularmente para saber como está cambiando mi situación. Resulta explícito: no evoluciona en absoluto. "Las personas no se preocupan por su identidad, Venantius. Tanto peor para tu orgullo,  tanto mejor para tus finanzas." 

Al principio, pensé que tendría menos suerte con las mujeres: Simon seduciría menos que Venantius. ¡Qué error! Las jóvenes tienen un oído  poco sensible. Sin embargo, detalles como el total de la cuenta del restaurante, o la categoría del hotel, son para ellas de suma importancia. 

Me quedé demasiado tiempo en M. No es que me llamara mi atención, más bien estaba empezando a fastidiarme. No resultaba extraño que me estuviera aburriendo: no estaba trabajando en nada. Cuando llego a un nuevo lugar, ya veo lo que hay que ver, observo a las mujeres que valen la pena, llamo por teléfono DN, y le doy una dirección temporal a la que puede enviarme las revistas científicas. Las leo en profundidad, acostado en la cama de la habitación del hotel. Me cuesta gastar mi dinero, porque no siento deseo de nada. 

Para ser más preciso, no siento deseo por nada que pueda comprarse. De lo que siento envidia, es de tantas cosas que no tienen precio. Mi mayor sueño sería encontrar una idea: por desgracia, como ya he dicho, mi cerebro no tiene los medios. Al menos eso prueba que no he usurpado mi título como investigador: yo investigo. Apenas tengo posibilidad alguna de encontrar lo que sea, a pesar de que investigue. Parece estar en mi naturaleza el buscar para no encontrar. 

¿Y qué es lo que busco? No tengo ni idea, desde luego. Cuando a Newton se le preguntó cómo había descubierto las leyes de la atracción universal (la gravedad), respondió: "Pensando cada día" ¿Qué sentido debe atribuirse a dicha frase? ¿Qué sentido tiene el hecho de pensar algo que no ves? Canguilhem dijo: "No hay invención sin la conciencia de un vacío lógico." De vacíos lógicos, yo los siento en todas partes, pero son demasiado vagos para que su tensión me revele la mínima luz.

Cuando no se encuentra nada, se roba. He robado el nombre de un puñado de gente más inteligente que yo. ¿Qué es un nombre? Nada. Llamarme Simon Wolff no permite ser el marido de las mujeres casadas con los otros Simon Wolff, ni vivir en sus casas, ni poseer su dinero (después de todo). Simplemente, es como si estuviera usando un código informático que me da acceso a un estatus  ventajoso.

Pero eso no me sirve para gran cosa, pues el mundo no es un ordenador. Pero hay que reconocer que existen similitudes. Llegamos a algún lugar donde rostros y puertas están cerrados. Entonces, pronuncias las pocas sílabas clave: "Mi nombre es Simon Wolff",  y la informática de las relaciones humanas se ejecuta al momento: los rostros y las puertas se abren ante ti. 

Llamarse Simon Wolff es como llamarse Sésamo.
En el mercado de valores, hay dos que son  muy populares: la verdad y la  justicia. No  es que sean muy respetadas, ni mucho menos, sino porque nadie pone su nobleza en cuestión. Un hombre que se bate por ellas está desde el principio en el lado adecuado.

Una cosa me sorprende: la profunda incompatibilidad entre estos dos ideales. Tomemos la verdad más banal: la identidad que recibimos al nacer. El nombre y "aquello que va con": estatus social, nacionalidad, o incluso los defectos psíquicos. No podemos imaginar algo más injusto. Pero contra esta iniquidad original, ¿Existe otra forma de proceder que no sea la mentira? 

Puedo escuchar una cortejo de gente respetable protestando: "No, uno puede elevarse por medio de sus obras, su virtud, etc." Suponiendo que esto sea cierto, cosa que dudo, ¿cual sería la cura para esas mismas personas, cuando se descubre en ellas la insipidez de sus propios rostros, la falta de encanto de un nombre, la ausencia de genio de un espíritu? 

Sí, ya sé: se puede vivir con esos obstáculos tan benignos. No merecen ni que se hable de ellos. No se trata de auténticos problemas -siempre y cuando, claro está,  de no tener ambición alguna en ningún campo-. Que es el caso de la mayoría de seres humanos. 

Pero ese no es mi caso. Durante años, he vivido en la obsesión de que la verdad se comportó de forma inapropiada conmigo, así que tuve que tomar venganza contra ella.

El día que cambié de identidad, no experimenté la menor vergüenza. Sentí una viva impresión de justicia. No me volví más hermoso, ni  más inteligente, pero me concedí un don privado que me permite consolarme para siempre de mi falta de belleza e inteligencia. 


Entre la verdad y la justicia, he optado por centrarme en la segunda. Lo que resulta extraño es que, a partir de mi mentira, me sentí más cerca de mí otra verdad  -una verdad mucho más real-. El brillante investigador lleno de diplomas se parecía mucho más a mi yo interior que el estudiante de un estéril doctorado. ¿Vanidad? Puede Ser. 



Pero cuando la vanidad es merecida, se le puede llamar orgullo. Después de todo, usurpar la identidad de otro no está al alcance de cualquiera. La prueba es que el procedimiento no es algo corriente. Decenas de Simon Wolff nacieron con este nombre providencial sin haber hecho nada para ello. Sin embargo, yo había  luchado para llegar allí. Si viviéramos en la meritocracia, yo sería el único en poder llamarme Simon Wolff.





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