miércoles, 16 de diciembre de 2015

La cabellera de Berenice: la fusión griega de astronomía y mito.

La historia de la reina Berenice y su cabellera, y cómo le dio nombre a una constelación de estrellas.


La reina Berenice de Egipto, y su divina cabellera.

La entrada dedicada al pintor Falero hizo que recordara la historia de la cabellera de Berenice, que leí por primera vez, curiosamente, no en un libro sobre la mitología o cultura griegas, o una web equivalente, sino en un periódico de mi provincia, donde, al parecer, más bien servía para ocupar un pequeño hueco que les había quedado entre la Editorial y anuncios varios, y no sabrían bien cómo rellenar.

Sería este un caso, más que de mitología propiamente dicha -pues no es parte esencial de los cultos de la religión greco-romana, ni tampoco hace referencia al origen de los dioses, ni a sus amoríos o aventuras y desventuras, tanto en el Olimpo, como en la Tierra-, sino más bien a un relato o cuento en que se entemezclan la historia, la ficción y la astronomía.
La historia, entonces, sería la que sigue. Berenice II -un nombre muy probablemente, más que griego de la Hélade, macedonio, como Arsinoe y, muy probablemente, Cleopatra- era la reina de Ptolomeo III, llamado Evergetes -el Bienhechor-, que fue, como su nombre indica, el tercer monarca de la dinastía Ptolemaica, que gobernaba Egipto desde que el general de dicho nombre decidiera hacerse con el poder en el país del Nilo, tras la muerte de Alejandro Magno. Al poco de subir al trono, y siendo joven y fuerte, Ptolomeo decidió marchar a Siria, parte del Imperio Seleúcida -el nombre viene de Seleuco, otro de los generales que se hicieron con parte del imperio del gran Alejandro, y que se extendía desde Siria hasta el Asia Central, y casi la India, aunque allá, los Seleúcidas se las tuvieron que ver pronto con los emperadores indios Mauryas-, donde gobernaba Seleuco II, que había matado a la hermana y el sobrino de Ptolomeo, pues este último era el legítimo heredero del trono que Seleuco ocupaba. Fue la que se llamó Tercera Guerra Siria. Y algunas más, habría entre los sucesores del coloso macedonio.

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La división del imperio de Alejandro Magno. Los Ptolomeos -o Tolomeos, se quedaron con Egipto y la Cirenaica -azul oscuro-, mientras Seleuco I y sus sucesores se hicieron con gran parte de Asia, conocido su estado como Imperio Seleúcida -violeta-, aunque el primer Maurya, unificador del norte de la India, expulsó a los griegos de la orilla occidental del Indo. Con el paso del tiempo, Seleúcidas y Ptolomeos chocaron por Siria, Palestina y Cilicia, en la costa sureste de Anatolia. Casandro conseguiría ser reino de Macedonia -con Tesalia, e influencia o control sobre gran parte de la Hélade; en verde-, mientras Lísímaco tuvo un estado entre dos continentes: parte en Tracia, y parte en Asia Menor -naranja-, si bien su territorio acabó repartido entre macedonios y "asiáticos" seleúcidas.

Ptolomeo, que fue quizá el último rey de la dinastía que valía algo la pena -por lo visto, el vigor de los Ptolomeos acabó bastante pronto-, logró varias victorias contra su enemigo, y hasta pudo ganar para Egipto varias ciudades de Palestina, Fenicia y Siria, pero era lógico que su mujer, alejada de él, residente en la esplendorosa Alejandría, temiera por su vida. Al fin y al cabo, un rey de aquella época, y más todavía en cualquiera de los estados helenísticos que habían nacido tras la muerte de Alejandro, tenía tantas posibilidades -que eran muchas- de morir asesinado por un puñal o un veneno que en el campo de batalla. El miedo de Berenice, quizá, más que el hecho de que su marido se viera inmerso en batallas, ea el que se encontraba demasiado alejado de territorio amigo. Así pues, decidió hacer un sacrificio a la diosa Afrodita -la Venus de los romanos-, diosa del amor, el matrimonio, pero también del sexo, de los helenos. Y nada mejor, pensó ella, que su propia cabellera, que por lo que se cuenta, era una larga melena, negra y brillante, admirada por todo el que la veía -con toda seguridad, no sólo la llevaba bien peinada y cuidada, sino también adornada con todo tipo de joyas o cintas-. Fue al templo de la Diosa, dio en sacrificio aquella deslumbrante mata de pelo, y dijo que semejante sacrificio lo hacía encantada si así conseguía que su marido y rey volviera sano y salvo de las guerras del norte.

... y la reina decidió ofrecer en sacrificio su hermosa y envidiada cabellera.

El italiano Michele Desubleo, pintor del siglo XVII, que pintó en una época -primera mitad de ese siglo- en que la pintura renacentista parecía apagarse para, en su lugar, empezar a surgir la del Barroco, también se sintió interesado por la historia, que le debió parecer, más bien, un cuento de la Antigüedad.

Nadie podía echarle en cara el no cumplir su promesa, pues lo hizo de forma sincera, y posiblemente delante de testigos, en cuanto el rey volvió por su propio pie, y sin haber sufrido herida alguna. Pero una noche, la cabellera, que estaba a la vista de cualquiera que visitara el templo -que por lo visto, no debía estar vigilado, pensando que nadie entraría allá a robar o realizar acto de impiedad alguno-, desapareció misteriosamente. Se dijo que tal vez fuera un sacerdote de alguna de las deidades egipcias autóctonas, para ser más exacto, de Serapis, aunque no dejaba todo aquello de ser una suposición, pues no había pruebas en su contra. Como es de imaginar, a los egipcios no les hacía mucha gracia el verse gobernados por una dinastía macedonia, que además, había traído una enormidad de colonos, funcionarios y soldados greco-macedonios y, más tarde, de otros pueblos -sobretodo judíos; también sirios, fenicios, mesopotámicos, persas...-, pero también es cierto que los Ptolomeos y sus servidores entendieron pronto que, si se dejaba a los egipcios autóctonos el seguir con su religión, su lengua y su cultura, en general, aceptaban el domino de aquella gente clara de dioses extraños antes que la guerra o la anarquía. Además, cuando iban a combatir, los reyes macedonios acostumbraban a llevarse con ellos a soldados de su raza, y raramente obligaban a los egipcios a participar en sus guerras.
El rey, que estaba ya en Egipto, orgulloso de que su esposa hiciera su sacrificio en cuanto lo vio delante suyo, montó en cólera, mientras que la reina estaba desesperada, pues temía que la Diosa la tomara con ella, con su marido y con su pueblo, pensando que no había cumplido con su promesa. Este sería un ejemplo de que los griegos no tenían demasiada confianza en sus dioses, porque resulta evidente que Afrodita, como diosa que era, tendría algún poder para saber si Berenice estaba mintiendo o no.

La Cabellera de Berenice -Coma Berenices, en su nombre latino, por el que se le conoce en cualquier idioma-, bajo la Osa Mayor, y Leo, o el León. No es casualidad esto último, pero para entenderlo, hay que conocer la otra versión de la historia, la de Píramo y Tisbe.

Por suerte para ellos, en Alejandría los sabios no eran escasos, precisamente. El astrónomo y matemático Conón de Samos, pues de esa pequeña isla del Egeo era originario, llegó para calmarlos, y para dar una explicación lógica -dentro de lo que cabe, siendo aquella una época en que ciencia, religión, misterio y prodigio se entremezclaban de forma tan intensa-, argumentando que había sido la misma diosa Afrodita, la que la había transportado, aprovechando que no había nadie para verlo, la bella cabellera hasta los mismos cielos. ¿Cómo no hacer caso a un hombre que había escrito siete libros sobre astronomía, y que era amigo de Arquímedes, el sabio de Siracusa, matemático, físico e inventor, al que había conocido en la misma Alejandría? ¿Y qué prueba había de ello? Pues, según explicó, tras la desaparición de la cabellera de la reina, había aparecido repentinamente en los cielos una agrupación de siete estrellas, que tenían la misma forma que una melena. Algo, por lo demás, no demasiado complicado, pues una cabellera o melena, larga y más o menos ancha, puede tomar muchas formas, y no era demasiado difícil de encontrar si previamente se la deseaba ver. Conón la llamó así, La Cabellera de Berenice, conocida también como Coma Berenice -en latín-, o Berenikos Plákamos, en griego -que, evidentemente, fue su nombre original, aunque el latino ha acabado por sustituirlo y hacerlo olvidar-.  Y para dejarlo más claro, el sabio dibujó la larga melena llena de estrellas, en el globo celeste del Museo de Alejandría.
Más adelante, en el 244 a.C., el poeta, bibliotecario y gramático griego Calímaco de Cirene -de la Cirenaica, una región costera de la Libia Oriental colonizada por griegos, y que había acabado formando parte del Egipto Ptolemaico-, escribió una elegía sobre la reina Berenice y su legendaria cabellera, pero apenas han llegado hasta nuestros días una veintena de versos, escritos en un papiro egipcio -el clima egipcio ha propiciado que, entre otras cosas, hayan podido resistir el paso del tiempo algo tan delicado como el papel- de una obra, por lo que se supone al leerlos, bastante más larga. Esta pérdida ha fomentado que su autor no haya conseguido la repercusión que, sin duda, merecía. 
Otra fuente de la historia, aparte de la oral, y de comentarios literarios e históricos posteriores de todo tipo, proviene del poeta romano Catulo, de la República Romana tardía, que lo imitó, y conocido por una obra rupturista, donde lo mismo escribía sobre el amor de una forma mucho más intensa, realista y física -sexual, diríamos ahora- de lo que resultaba habitual en la época -siglo II antes de nuestra Era-, como de la mala baba que se gastó cuando Clodia, la mujer a la que tanto amaba y alabó en sus versos, y por la que tanto escribió pensando en ella, le dio calabazas.
He aquí un fragmento que todavía se conserva:

"Estaba yo recién cortada y mis hermanas me lloraban cuando, de pronto, con un rápido batir de alas, el dulce soplo del céfiro -un viento- me lleva a través de las nubes del éter -como los griegos llamaban al falso vacío, lo que se llamaría aire, atmósfera- y me deposita en el venerable seno de la divina noche Cypris -otro nombre de Afrodita, que hace referencia a la isla de Chipre, que llevaba ese nombre, en griego, en honor a la Diosa; algunos mitos defendían que Afrodita nació de las aguas, frente a las costas de Chipre-. Y a fin de que yo, la hermosa melena de Berenice, apareciese fija en el cielo brillando para los humanos, en medio de innumerables astros, Cypris -Afrodita- me colocó, como nueva estrella, en el antiguo coro de los astros.


Pero no todos estaban de acuerdo con la historia de la reina.

Pero en otros textos, a esta agrupación de siete estrellas se le llama La Cabellera de Ariadna, en recuerdo, quizá, a la hija del rey Minos de Creta, que ayudó al ateniense Teseo a escapar del Laberinto del Minotauro. Hay, además, un tercer nombre, que tiene detrás otra historia, más fantástica, que no hace referencia a una época determinada, más allá de la Antigüedad griega, y que no tiene como protagonistas a poderosos reyes, sino a un par de anónimos amantes. Y que, además, tiene un final mucho más dramático, pero también más ejemplar. Se trata de la historia de Píramo y Tisbe, que por tradición se supone que aconteció en la Grecia Arcaica, pero también hay una versión que la imagina en la antigua Mesopotamia, y es así:

Parece ser que ambos jóvenes vivían con sus familias en casas contiguas, y que a base de verse desde niños, acabaron por enamorarse. Pero los padres de ambos, a saber por qué estúpida razón que nos es desconocida -de ahí lo de estúpido, pues el mismo tiempo debió dar por sentado que no era suficiente para separar a los amantes-, no deseaban que se casaran, así que hablándose en secreto por una grieta de la pared que separaba ambas moradas -las casas de los griegos "de a pie" eran muy modestas-, decidieron encontrarse en secreto, a las afueras de la ciudad, al lado de un campo de moras blancas. ¿Las moras del bosque son blancas? Dejando aparte que, en aquella época, la separación entre ciudad y bosque no era muy clara, hay que esperar hasta el final de la historia para entender el extraño color de las moras. 
Tisbe, la chica, llegó antes que su amado, pero la asustó un león manchado con sangre, muy probablemente la de algún animal que había acabado de devorar -el que hubiera leones en Grecia, al menos en el norte, como también en Turquía o Bulgaria, no era nada raro en aquella época-. Por pura lógica y prudencia, la muchacha salió corriendo en silencio, pero perdió un velo que llevaba en la cabeza, o como chal sobre los hombros, que, volando, acabó cayendo sobre la melena o la cara del león. El animal, molesto, lo agarró y desgarró, y cuando Píramo llegó al sitio acordado, sólo pudo ver algo que le dejó horrorizado: un león cubierto de sangre, y con el velo de su amada entre las garras, y también, evidentemente, ensangrentado. Es fácil imaginar lo que debió sentir Píramo: había llegado demasiado tarde, y mientras él se dirigía al campo de las moreras, Tisbe había sido devorada por la fiera. No pudiendo aguantar el dolor, se suicidó con su propia espada, y cuando ella, finalmente, decidió volver al lugar de la cita, para saber si el león se había marchado ya, vio a Píramo, ya muerto, y no pudiendo aguantar el dolor por su pérdida, ella también se suicidó, atravesándose con la espada del joven. La sangre de los amantes, manando de forma violenta de sus heridas, acabó cayendo sobre las moras, a las que tiñó de rojo. Color que acabarían conservando hasta hoy en día.
Como es de imaginar, las familias de uno y otra, al enterarse de la muerte de ambos, no sólo se hundieron por el dolor de la pérdida, sino también porque, tardíamente, se dieron cuenta de que por su culpa, al impedir que dos personas tan queridas por ellos se amaran libremente, habían acabado muriendo.

Tisbe y Píramo, representados en un mosaico, en una villa tardo-romana (siglos III-IV d.C), llamada de Dionisos, en la isla de Chipre.



Tisbe, escuchando a Píramo, en un cuadro de Waterhouse -visión prerrafaelita, que no podía faltar, y menos siendo un mito, más bien una leyenda griega tan romántica y atractiva-.

Entonces, Zeus -que en ocasiones se entrometía en asuntos de reyes y guerras, pero que en general no se metía mucho en los de la gente común, quizá porque eran mucho más numerosos que los poderosos- decidió realizar un prodigio para enseñar a futuros padres a no interferir en los amoríos de los hijos, cuando estos son puros y no dañan a nadie, y recogió el velo de Tisbe, lo elevó a los cielos, y lo transformó en una nueva constelación. Sin embargo, no se recuerda que dicho conjunto de siete estrellas haya sido nunca llamado El Velo de Tisbe, o de Tisbe y Píramo, sino que, según cuentan, se llamó igualmente La Cabellera de Berenice. Probablemente, la historia de la reina, simplemente, sustituyó, mediante la poesía de Calímaco, y la leyenda sobre Conón de Samos -un personaje real, y muy conocido y respetado en su época- y los reyes Ptolomeo III y Berenice II -que también fueron reales- acabó por borrar el nombre antiguo de la constelación. 
Pero no la triste e ilustrativa historia de Píramo y Tisbe.


 "Príamo y Tisbe", del pintor francés del siglo XVIII, en estilo pre-romántico Pierre Claude Gautherot.

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