sábado, 9 de enero de 2016

Persépolis, la capital de los Aqueménidas, dueños del mundo antiguo.

El pasado y presente de la ciudad palaciega desde donde los soberanos persas gobernaban multitudes y enormes territorios.


La capital del primer imperio que aspiraba a ser universal.


Persépolis, hoy en día, es más conocida por dar nombre al cómic -y posterior película- de Marjane Satrapi, que por haber sido, hasta hace unos  veintitrés siglos, la capital del mayor imperio que existió en su momento, hasta que fue conquistado en su casi totalidad por Alejandro Magno. Persia, como estado mundial, empezó con Ciro II, que también fue llamado el grande, como Alejandro, el hombre que realizó la hazaña de adueñarse de él en cuestión de unos pocos años. Y a saber dónde habría llegado, en caso de no haber muerto con apenas treinta y tres años. Fue él mismo, que respetó otras ciudades, mucho más antiguas, el que, precisamente, acabó con Persépolis. Pero mejor empezar por el principio.
Por usarse, en Occidente -y con toda seguridad, también en gran parte del mundo donde alguien la conozca-, ni tan siquiera se usa su nombre real: Pars. Persépolis es un nombre griego, y significa, simplemente, ciudad persa -o de los persas, según como se quiera traducir-. Sin embargo, a partir de Pars, los griegos, y después todos los occidentales, acabaron usando el nombre de Persia para referirse al país, y persa para su lengua y sus habitantes. En el idioma de éstos, su país se llamaba Fars, y su lengua farsi. Pero desde que Reza Khan, el primero de los dos únicos shas de la dinastía Pahlevi, cambió el nombre de su tierra por el de Irán -país de los arios-, Fars pasó a ser sólo el nombre de una provincia. Justamente, donde nació Persia, como pequeño reino vasallo del Imperio de los Medos -no se sabe bien si dependiente pero con cierta soberanía, o como un territorio autónomo, pero incorporado al imperio-. Ciro II, el Grande, fue el que no sólo sometió Media, sino también el Nuevo Imperio Babilonio, Lidia, a los pueblos al este y norte de Persia y Media. Si no conquistó también el Egipto Saita -lo hizo su hijo Cambises- fue, simplemente, por falta de tiempo.

Los estados que sometió Persia. En amarillo, el Imperio Medo, donde Persia debía ser, o un territorio autónomo gobernado por una dinastía autóctona vasalla -los Aqueménidas-, o un pequeño reino independiente, pero con soberanía limitada. En verde, el Egipto de la dinastía Saita -la última autóctona que tuvo el país, excepto algún período de independencia muy corto, tras rebeliones contra los persas-. En rosa, el nuevo Imperio Babilónico, donde gobernó Nabucodonosor II, y sometió Israel. Y en naranja, el reino de Lidia, muy helenizado, gobernado por soberanos tan ricos como Midas y Creso -sus nombres serían sinónimo de riquezas fabulosas-, y donde, como no, se cree que se empezó a usar por primera vez monedas. Ciro y Darío, además, someterían a muchos pueblos de Oriente -indios, partos, sogdianos, bactrios- y el sur del Cáucaso -armenios, albaneses de lo que ahora es Azerbaiyán-, a Cilicia -sur de Anatolia-, a los griegos de Jonia -oeste de Anatolia, frente al Egeo-, y en Europa, a Tracia -o al menos, la zona costera- y Macedonia -por muy poco tiempo-.

El Imperio Persa en su máxima extensión -con Darío I-. Además de las satrapías, o provincias, existían estados o pueblos vasallos, como varias confederaciones tribales árabes, o, al sur de Egipto, los kushitas -o nibios- más septentrionales y "egipcianizados". En un gran frisio de la Apadana, donde se ve un larguísimo desfile de pueblos del imperio, también aparecen, tanto kushitas, como árabes, lo que demuestra que, aunque no formaran parte íntegra de él, sí tenían gran dependencia. No se sabe si los Aqueménidas llegaron a tener influencia política intensa en el sudeste de Arabia, en lo que ahora serían Oman y los E.A.U, que ellos llamaban Maka, aunque sería muy posible.

Pero Cambises murió, tal vez asesinado, tal vez por mala suerte, mientras intentaba acabar con una sublevación -tal vez, más bien, un intento de golpe de estado-, y el poder pasó a Darío I -¿un primo lejano suyo, de la misma dinastía?-, que decidió comportarse como un auténtico rey de reyes, el título de los soberanos Aqueménidas -dinastía de la que se sentía no sólo parte, sino orgulloso de ello-. 
La historia del Imperio Persa Aqueménida sería larga de contar aquí, por eso es, que tan poco he hablado de ella -se podría, sí, pero como es debido-, así que paso a centrarme en una de sus capitales. Las otras fueron Susa, al este de Mesopotamía -antiquísima; los sumerios ya la sometieron y combatieron contra ella-, Ecbatana -antigua capital de los medos-, Pasargada -fundada por Ciro el Grande, y con un carácter más ceremonial- y Persépolis, si bien Babilonia también tuvo gran peso tanto económico como político y administrativo. Esta última, lo fue por Darío I, que la creo con el deseo de que fuera una ciudad palaciega. O dicho de otra forma, el lugar donde, al menos parte del año, viviría el rey de Persia, rey de reyes, junto a su familia, su harén, sus consejeros, y una guardia escogida -con toda seguridad, parte de los famosos "inmortales", cuerpo de élite de su infantería, aunque seguramente también habría caballería, arqueros...- y, no hay duda, considerable.
Como era de imaginar, Persépolis, o Pars, tendría que ser imponente, aunque el número de sus habitantes -incluyendo todo tipo de servidores, libres o esclavos, funcionarios o soldados- fuera sensiblemente inferior a cualquier otra gran ciudad de tan vasto imperio.


Reconstrucción del palacio de Darío I, y su área circundante, formando todo ello la llamada Apadana.


Crecimiento y  fin de la capital del imperio.

Darío I decidió, en el 512 a.C, iniciar la construcción de Persépolis. Probablemente, él, orgulloso de ser un Aquémenida más que sus antecesores -tal vez, por ser parte de una rama secundaria de la dinastía-, decidió que debía dejar un legado no sólo de conquistas territoriales -no tan enormes como las de Ciro, ni tan ricas como el Egipto sometido por Cambises, pero Macedonia, la Tracia, y algunas zonas fronterizas al este tampoco es que fueran poca cosa-, sino también monumental. Si Ciro había iniciado la construcción de Pasargada, en pleno territorio étnicamente persa, él, algo más al sur, fundaría Pars, la ciudad de y para los reyes. Más adelante, sus descendientes irían ampliándolo, como un Versalles de la Antigüedad, haciendo, además, que algunos de los nuevos edificios llevaran el nombre, o sobrenombre, del monarca responsable de su construcción. Jerjés I -el que luchó y fue derrotado por los griegos en Salamina y Platea, tras la famosa batalla de las Termópilas contra los espartanos- fue el que tuvo más posibilidades de engrandecer la ciudad, debido a que Persia, en sus tiempos, todavía seguía siendo la primera potencia mundial -la China de los Zhou, en aquella época, era más bien un mosaico de pequeños reinos que tenían cada vez más autonomía, dejando a la dinastía imperial gobernar sólo un pequeño territorio en el centro del supuesto imperio unido-. Los descendientes de éste -los tres Artajerjés, del primero al tercero, con Darío II de por medio, pues el cuarto fue un gobernante casi testimonial- significaron la decadencia del imperio, a medida que los egipcios no sólo se levantaron contra los persas, sino que, incluso, consiguieron ser un estado completamente independiente durante largos períodos de tiempo. Además, hubo guerras civiles -el levantamiento de Ciro el Joven, y todo tipo de rebeliones de sátrapas, que soñaban con independizarse del poder central-, y lo mismo Persia intervenía en los asuntos griegos -siempre enfrentándose entre ellos-, como los contrataban como mercenarios, llegando a ser casi árbitros a la hora de saber quién gobernaba en el imperio o las satrapías, o si alguna de ellas -sobretodo Egipto- lograba o no la independencia definitiva.

Restos de las tumbas de varios reyes persas, que también fueron enterrados allá.

Columna en forma de caballo. La caballería no tenía entre los persas la misma importancia que tendría más adelante entre los partos, cuando dominaron y gobernaron Persia -ellos eran un "pueblo del caballo, básicamente nómada hasta el dominio persa-, pero sí era un animal estimado y admirado. Con toda seguridad, los persas también debieron tener, no mucho antes de tiempos de Ciro II, un pasado de pueblo nómada, donde el caballo era parte vital de su sociedad.

Darío, muy probablemente, mandó edificiar Pars en un lugar ya habitado, aunque a él no le interesaba verse rodeado de multitudes con residencia habitual, sino empezar casi de cero. A lo largo de su largo reinado, se edificaron la terraza -la zona allanada, urbanizada y "peatonizada"-, los palacios, y la cámara del tesoro. Claro está, también se levantaron las murallas, y con toda seguridad, en el interior de éstas habría todavía un amplio espacio por urbanizar, y edificios proyectados que levantar. De cuando empezaron las obras de cada edificio, poco se sabe, pero las fortificaciones ya iban a buen ritmo en época temprana, tal vez sólo dos o tres años después de que se empezara a limpiar y allanar el solar de los primeros trabajos de edificación.
Jerjés I, que a pesar de sus problemas y derrotas frente a los griegos, fue un soberano poderoso, hizo levantar la llamada Puerta de todas las Naciones, que como su nombre indicaba, daba paso a los palacios donde residía el rey de reyes, el soberano de gran parte del mundo conocido -al menos, conocido por ellos-, el Hadish, y que debió ser impresionante.  Su hijo, Artajerjes I, no sólo no hizo disminuir el ritmo constructivo, sino que probablemente hizo llamar a un número mayor todavía de artesanos -quizá por el 460 a.C.-, probablemente, porque si bien las murallas y otros edificios no especialmente artísticos ya estaban acabados -aunque siempre había necesidad de reparaciones, o de ampliación de lo ya realizado-, tendría un mayor interés en embellecer el recinto. Además, contaba con artistas de todo tipo de culturas, miembros de numerosos pueblos, cada uno con una personalidad propia, y que podían aportar, también, un arte distinto y único: fenicios, sirios, egipcios, lidios, carios, judíos, griegos -los de Chipre, y sobretodo, los de Jonia, las colonias griegas de la parte occidental, frente al Mar Egeo, de Anatolia-, medos, armenios... Trabajadores, y no sólo los artistas o los más especializados, sino también albañiles, peones y otros obreros no especializados, que no eran esclavos, ni tan siquiera -a no ser en algún momento muy determinado- prisioneros de guerra, sino hombres libres. Algo, en aquellos tiempos, realmente extraño, lo que hace pensar que en el Imperio Aqueménida, aunque existía la esclavitud, así como la servidumbre -trabajadores aparentemente libres, pero en una situación social no muy superior a la de los auténticos esclavos-, no era una sociedad básicamente esclavista, como tampoco debía serla la civilización china contemporánea suya.
Sobre si los problemas políticos, económicos o bélicos impidieron nuevas obras, no hay gran cosa completamente demostrada -pocos documentos hay; los datos son casi siempre a partir de fuentes griegas, o incluso romanas, que en no pocas ocasiones eran de segunda mano, copiadas u oídas de los helenos-. Sin embargo, hay algunas pruebas que demuestran que sí, que hubo obras hasta prácticamente la caída del imperio bajo los soldados y caballería de Alejandro, pues se han encontrado una puerta -tal vez de un palacio de Artajerjes III, uno de los últimos reyes persas- que no había sido finalizada
.

Un león atacando un toro. Un ejemplo de los relieves de Persépolis. Ambos animales ocupaban un espacio principal en la mitología persa.

Los leones alados -y barbados- son, claramente, de influencia babilonia-asiria, pues en Persépolis trabajaron numerosos artistas y obreros de todo el imperio,  y allá, más que en ningún otro lugar, se fusionaron las influencias culturales de todos los pueblos gobernados por los soberanos Aqueménidas, pues los persas apenas tenían arte propio. Y todavía menos, un arte realmente monumental.


Una antigua fotografía de las ruinas de Persépolis, datada en 1923.

Antes de su destrucción, la ciudad debió ser imponente, con sus palacios, la Apadana -la sala de audiencias construida por Darío, y utilizada por sus sucesores, que incluía su propio palacio, escaleras, y una sucesión de figuras grabadas en la parte externa de dichas esaleras, donde se representan a todas las naciones dominadas por los persas-, los bosques de columnas, estatuas de leones y toros, frisos con combates contra fieras, soldados, monarcas o batallas, o inscripciones en persa antiguo -normalmente, reproduciendo con exactitud las palabras de los mismos reyes persas, sobretodo de Jerjés I-... todo aquello no sólo se construyó a mayor gloria de los soberanos que allá vivían parte del año, sino también para admiración de los visitantes. Sobretodo, para los embajadores de esa "puerta de las naciones" que hizo construir Jerjes.


Alejandro, protector de las ciudades antiguas, destruye Persépolis.

En 330 a.C., Alejandro llega a Persépolis. Allá, saquea los palacios, y se instala temporalmente, donde, aparte de celebrar fiestas y victorias con sus comandantes, proyecta nuevas expediciones, y cómo iba a conquistar lo que quedaba del Imperio Persa. Entre otras cosas, deseaba capturar con vida al rey persa, Darío III, aunque finalmente no podría hacerlo, por ser asesinado por algunos sátrapas que, a cambio de, supuestamente, hacerle un favor al conquistador macedonio, esperaban que él les permitiera gobernar sus territorios como reinos independientes -algo, que por lo demás, no les sirvió de nada, pues Alejandro los exterminó, y le dio a Darío un entierro digno de lo que era, un gran rey-.
Pero tras el primer saqueo, el conquistador del mundo ordenó hacer algo que, desde el mismo día en que aconteció, ha hecho que los historiadores del futuro -empezando por los mismos griegos- se hicieran preguntas de el por qué, y el cómo. Una noche, hizo quemar el palacio de Jerjes, y muy probablemente, gran parte, si no toda, la ciudad de Persépolis. En principio, no pocos cronistas helenos quisieron "disculpar", por decirlo así, al gran Alejandro, argumentando que estaba borracho y medio enloquecido, tras una de sus fiestas salvajes, y que, por decirlo así, no sabía lo que se hacía. Sin embargo, desde el principio, también hubo otra versión, que historiadores posteriores han encontrado como mucho más probable y lógica: Alejandro no hizo destruir las ciudades antiguas, como Babilonia, Susa, Sardes, Ecbatana, etc. ¿Por qué sí Persépolis? Simplemente, porque representaba el poder no sólo de la dinastía Aqueménida, sino de los persas como pueblo. Él, el macedonio, rey de un pequeño y atrasado reino del norte de la Hélade -en realidad, muchos griegos ni tan siquiera consideraban a los macedonios, como tampoco a sus vecinos occidentales, los epirotas, como auténticos helenos, sino más bien como reinos helenizados, o semi-griegos, como mucho-, que comandaba un ejército greco-macedonio no muy superior en número al de mercenarios del mismo origen que los persas o egipcios contrataron en tantas ocasiones, había destruido el poder militar y político de los que, en otra época, quemaron Atenas, y amenazaron con apoderarse de Grecia antigua. No sólo vengaba derrotas y destrucciones del pasado, sino que demostraba que los helenos, juntos, habían acabado para siempre con el enemigo oriental, ahora transformado en parte de un imperio que crecía a ojos vista y que, si Alejandro hubiera tenido tiempo y posibilidades, habría englobado el mundo entero. Había, pues, que destruir ese símbolo de poder e independencia de los persas y, en general, de los pueblos orientales -los medos, sogdianos o bactrios, que pudieran considerarse mínimamente unidos a ellos-, porque, en ese momento, con él, empezaba un mundo nuevo, con una cultura dominante distinta. Por tanto, ni estaba bebido, ni enloquecido, ni mostró más adelante arrepentimiento alguno. Aquello fue un plan de hondo calado político muy bien planificado.

Alejandro Magno, destructor de Persépolis. Teniendo en cuenta su esfuerzo en proteger otras grandes ciudades del saqueo sistemático, como Susa o Babilonia -otra cosa fue la fenicia Tiro, que sí fue arrasada, pero porque se le resistió con enorme energía-, parece extraño que hiciera quemar la capital palaciega. Pero realmente, resulta comprensible: era el símbolo del poderío persa, que él pretendía sustituir por el greco-macedonio.

Hay algunas pruebas que demuestran que la ciudad todavía fue habitada durante bastante tiempo, porque es de suponer que, a su alrededor, había granjas y campos cultivables, y viviendas para soldados, funcionarios, etc. Por mucho que se destruyera, y aunque ya no tuviera importancia política de relevancia -a lo sumo, capital provincial-, todavía debieron quedar suficientes edificios intactos, o material para construir nuevos, como para que allá pudiera vivir bastante gente. Sin embargo, durante los siglos de dominación primero griega -el Imperio Seleúcida, gobernado por los sucesores de Seleuco, uno de los generales de Alejandro que consiguió apoderarse de parte importante de su imperio-, y luego parta, fue a menos, hasta que su nombre, en tiempos de la dinastía Sasánida -éstos, al contrario de los partos, auténticos persas, y muy nacionalistas y anti-romanos, además- se fue perdiendo, hasta acabar sumida en el olvido, como si hubiera sido sólo una leyenda.


La ciudad vuelve a la luz.

Durante mucho tiempo, el nombre de Persépolis fue casi leyenda, y el de Pars, olvidado. Los gobernadores Sasánidas le dieron una importancia más bien pequeña, a aquel montón de ruinas, ya medio ocultas por la arena. A lo sumo, era un lugar fantasmal, donde se levantaban misteriosos bosques de columnas -"la ciudad de las cien columnas", la llamaban; después, sólo "de las cuarenta", lo que hace pensar que cada vez se reducía más lo que todavía se levantaba en pie-. Aunque hubo algunos viajeros o estudiosos occidentales -portugueses, españoles, franceses, italianos...- que debieron pasar por allá, hasta la década de los cuarenta  del siglo XIX, no se empezó a estudiar con atención las ruinas -los franceses Flandin y Coste, aunque básicamente se limitaron a visitarlas y a hacer una labor descriptiva, y a hacer dibujos y anotaciones varios-, si bien fue el gobernador Mirza de Fars, quién se tomó realmente en serio el realizar unos trabajos de arqueología a gran escala. Pasaron estudiosos, historiadores y, sobretodo, arqueólogos de carrera, de Francia, más tarde de Norteamérica -aunque realizadas por alemanes-, hasta que los mismos iraníes se lo tomaron como algo propio.

Una imagen -seguramente retocada- de las ruinas de Persépolis en una noche de luna llena.

Un suplicante ante el rey Darío I.

Sin embargo, fue un sha, un nuevo emperador, el último que tuvo Persia -llamada ya Irán, hasta la fecha-, quién decidió que las ruinas de Persépolis debían de ser recuperaas en su totalidad. Pero no por auténtico conocimiento de la historia del país, sino por pura propaganda política y nacionalista, y fortalecimiento de su poder. El sha Reza Pahlevi decidió celebrar allá, en 1971 el 2500 aniversario de, se supone, comienzo de la monarquía persa -haciendo cálculos, imagino que suponía que, más que al primer monarca, quería hacer referencia al primer emperador, o rey de reyes, Ciro II el Grande, creador del imperio multinacional-. Tras la revolución, los más fanáticos del régimen teocrático desearon -realmente, intentaron hacerlo- destruir la totalidad de las murallas, a base de excavadoras y masas de radicales, pues no deseaban que existiera en el país un ejemplo de grandeza política y cultural anterior a la implantación del islam en el país, pero el gobernador de Fars, así como los habitantes de la provincia, que no soportaban la idea de que la ciudad renacida y salida otra vez a la luz dejara de existir por la locura de unos pocos, y se interpusieron entre las ruinas y los fanáticos, hasta que el gobierno iraní entró en razón, y decidió proteger un patrimonio que era de todos, y no sólo de los iraníes.

Reconstrucción de la Apadana, según el arqueólogo y dibujante francés Charles Chipiez.

El ser considerada Patrimonio de la Humanidad le da un realce, y una obligación de protección nacional e internacional de la que antes no disfrutaba, aparte de impedir obras de reconstrucción que, en manos de según quién, podrían ser, como mínimo, discutibles -el caso de Babilonia, "reconstruida" en tiempos de Sadam Hussein sería un ejemplo cercano en lo geográfico-. Pero el hecho de que la República Islámica no es, aún hoy en día, un destino turístico reconocido, hace que todavía sea poco conocida como espacio monumental a visitar, aunque nunca se sabe, qué puede guardarle el futuro.
Persépolis ha estado esperando siglos para volver a enseñar, al menos, una pequeña muestra de su grandeza. Unos cuantos años más no deben ser nada para ella.  

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