Los hombres artificiales del doctor Pericard.
El comentario sobre una novela corta de ciencia-ficción de 1912, considerado el primer relato de este estilo en catalán, pero también el primero en España que trata sobre vida artificial.
En principio, esta entrada ha sido un poco improvisada, porque hasta hoy, no sabía si hacerla o no. Pero teniendo en cuenta que no hago entradas de una forma totalmente predeterminada -aunque sí un poco, la verdad; siempre tiene que haber cierto orden en todo, aunque sólo sea para aclararse con lo que estás haciendo-, no tiene nada de raro -para mí, al menos- hablar sobre un libro que leí casi por casualidad. De vez en cuando voy a la biblioteca pública de mi ciudad -que últimamente también anda con problemas económicos para nuevas adquisiciones, aunque teniendo en cuenta que ya cuenta con un fondo más que aceptable de libros, cómics, etc., hay mucho donde elegir todavía-, y desde hace tiempo, que me encuentro con una especie de campaña para mostrar los libros que tienen de ciencia-ficción. La verdad es que, sin ser poco, para el tamaño de Reus -y de su biblioteca, al menos, en teoría-, tampoco es que sea espectacular que digamos. En no pocos casos, se puede encontrar el mismo título dos o tres veces, en castellano o catalán, o en ediciones distintas. Y muchos de ellos, los tengo en casa. Pero también hay otros que no poseo, como "El planeta de los simios", del que ya hablé cuando escribí sobre la CF francesa. En este caso, se trata de una auténtica rareza, de la que -creo- oí algo hace ya mucho, pero que recordé en cuanto lo vi expuesto, junto a muchos de sus "hermanos" de género.
Traducido al castellano, la obra se llama "Hombres artificiales", de Frederic Pujulà i Vallès -sí, ya me imagino: ni idea de quién era este buen hombre. Yo tampoco sabía nada, pero me leí un poco la contra-portada a ver que contaban de él-. Si se quiere hablar un poco de él, decir que el señor Pujulà (1877, en Palamós, la Costa Brava; fallecido en Francia, en 1963), fue narrador, dramaturgo -con ayuda de un amigo, pero al menos escribió un par de obras de teatro, poco se sabe bien de él, realmente-, periodista -escribió cientos de artículos sobre política, sociedad, filosofía, crítica literaria y teatral, y, para entendernos, de lo que le daba la gana-, y, para rematar, esperantista convencido.
Formó parte del partido Unió Catalanista -que era autonomista y defensor de la lengua y cultura catalana, aunque no era rupturista o independentista; aquello sonaba raro, incluso para la mayoría de los auténticos nacionalistas-; periodista importante -escribía mucho, en profundidad, y de lo que le daba la gana; vamos, que en la revista donde trabajaba estaba casi como Pedro por su casa- en la revista "Juventut" -"Juventud"-, era ejemplo y prototip de la llamada segunda etapa del modernismo, que ya se iba difuminando como estilo artístico, literario y filosófico -o más bien, ético- a favor del neocentismo -noucentisme, en catalán- que sería, más o menos, el dejarse de sueños y recuperación de la cultura y la historia catalana, para empezar a gobernar y administrar el territorio de Cataluña, y el sustituir a los filósofos e intelectuales por políticos y altos cargos que, al contrario de lo que podría pensarse, no dejaban de ser también lo uno y lo otro. No, con el paso del tiempo, la clase política -catalana, española, europea- no ha mejorado. Para nada. Pero eso es otro tema. La cuestión es que en su juventud era periodista y dramaturgo famoso -escribió obras como "Marionetas débiles" (1902), "El genio" (1909), o "El loco" (1907), donde defendía la filosofía vitalista, más o menos como Ortega y Gasset-; defensor, como se ha dicho antes, del vitalismo, que sería una especie de versión latina de la filosofía de gente -muy germánicos, ellos- como Nietzche o Schopemhauer; novelista, con la obra que trato e, incluso, defensor a nivel español del esperanto, pensando -iluso él- que dicha lengua, artificial, sencilla e internacionalista, fomentaría la fraternidad y la paz entre los pueblos.
Viviendo temporadas en Francia, donde adquirió -se supone que por residencia- la nacionalidad, fue obligado a enrolarse en el ejército francés durante la I Guerra Mundial, donde combatió durante todo el conflicto, y tras el que escribió, en 1918, "En el reposo de la trinchera". Una vez volvió a Barcelona, vio apesadumbrado como el modernismo, su estilo y sus formas, su filosofía de vida y su forma de ver el mundo y el futuro de su tierra, había sido ya desterrado, y él era, en cierto modo, una antigualla. Tras la guerra, además, fue condenado a muerte -básicamente, por ser catalanista, federalista y republicano-, se le acabó perdonando, sin poder evitar una estancia de años en prisión en Alcalá de Henares y, finalmente, ya viejo y cansado, decidió dedicarse al periodismo local en su Palamós local, escribiendo en 1958 "Cantos a la Costa Brava", que fue poco menos que su último suspiro literario, para morir en Francia mientras vivía en casa de uno de sus hijos.
Teniendo en cuenta, según creo, que no existe traducción al castellano, y que, tras las primeras ediciones de hace un siglo -o casi-, sólo se volvió a imprimir una sola vez, con una tirada bien pequeña -que, pienso, no se vendió al completo- no creo que esté estropeando el final a nadie, porque casi nadie tendrá la posibilidad de leerlo. Prefiero contarlo al completo, tal como me pareció a mí.
La obra en cuestión: "Hombres artificiales".
La obra, de poco más de cien páginas -o menos, según la edición-, que lo mismo podría ser una novela corta como un relato largo -eso, los anglosajones lo tienen muy claro; incluso, tienen un número determinado de palabras para cada tipo de historia, sabiendo, tras contarlas todas, cómo clasificarlas-, habla sobre la obra del doctor Pericard, cuya obra llega al protagonista -¿el mismo autor?; no se nombra en la novela?- por medio de terceros. A la muerte del abogado Romà Pi, un comprador-vendedor de libros de segunda mano le entrega al autor un relato escrito a mano que tenía el licenciado en cuestión en su despacho, pero que no está escrito por él, sino por el "profesor loco" de la historia -porque de algo así se trata, realmente-. Este doctor Pericard piensa que la humanidad ha ido cayendo en la barbarie, la estupidez, la cobardía, y la debilidad, y que, como también en cierto modo piensa el abogado -que escribe una introducción al texto-, no tiene remedio ni capacidad de recuperación -aquí el vitalismo y la teoría del "hombre nuevo", pero en una versión radical-. El profesor tiene una frase para explicarlo todo en pocas palabras: "Hacia la perficción, no por la reforma, sino por la creación". Él ya lo intenta, la reforma, en una pequeña ciudad de provincias, intentando que queda incomunicada del resto del mundo, y haciendo que, por medio de un gas, desaparezca cualquier prenda de ropa o tela -sabanas o cortinas incluidas- pensando que, expandiendo el nudismo obligatorio, todos los seres humanos se verían iguales, y las leyes o las divisiones sociales desaparecerían. Pero, finalmente, los humanos -los "humanos viejos"; no la nueva humanidad por venir, por crear- acaban formando una sociedad nueva, sin leyes, anárquica, pero tomando como base, evidentemente, la sociedad anterior, la que conocen desde niños.
Así, Pericard se va a Alemania, cuna de la ciencia y la tecnología -en 1912, dos años antes de la hecatombe de la Gran Guerra; al contrario de lo que podría pensarse, la Alemania imperial de la época era vista por muchos europeos como el ejemplo máximo de orden, ciencia y civilización-, construye allá un gran laboratorio, maravilla de la época, y admirado por todos sus correligionarios científicos germanos, y decide crear seres humanos desde la nada. Eso sí, ¿de dónde sacar los espermatozoides y óvulos necesarios para ello? El profesor no quiere que ningún humano, hombre o mujer, intervenga en ello. No quiere esperma de hombres "viejos", contaminados por milenios de atavismos civilizadores. Tampoco quiere que una mujer de la vieja humanidad los dé a luz. No desea que sus "homoides", como los llamará -algo así como "humanoides"- tenga ningún contacto con padres o madres. Han de crecer sin ningún contacto con la humanidad, con otros humanos. Excepto, claro está, el profesor, su dios creador, mediante la ciencia, la nueva fabricante de milagros. ¿De donde sacará, entonces, el material? De un mamífero, sí. Pero no de un simio, sino ¡de una foca! Compra dos focas machos y una hembra a unos grandes almacenes alemanes, capaces de conseguir cualquier cosa de cualquier lugar -con puntualidad y profesionalidad germanas, como no- y, a base de experimentos increíbles, hace "avanzar en la evolución" el material genético de los animales acuáticos hasta que parecen ser lo más parecido posible a humanos -¡como si los humanos fueran descendientes de las focas!- no sin antes haber conseguidos dos extraños seres de laboratorio: una foca con algo parecido a alas -porque, por una equivocación, hizo evolucionar, aunque no demasiado, del mamífero marino a las aves los óvulos femeninos-, y una sirena. Una auténtica sirena, medio humana y medio pez, de la que no puede evitar casi enamorarse. Pero claro, él es servidos, esclavo y amo de la ciencia al tiempo, y decide eliminar -no explica como- al extraño ser, hasta, finalmente, conseguir que, en doce incubadoras que también funcionan como úteros artificiales, esperma y óvulos se fusionen hasta formar lo que, meses después -no nueve, sino once, para que nacieran lo más desarrollados posibles-, llegaran al mundo otros tantos niños, futuros "hombres del Mañana", así, en mayúsculas, que serían el germen de la nueva humanidad, que Pericard no tenía claro si acabarían por fusionarse con los humanos "antiguos" -algo que le desagradaba en extremo, aunque pensara en ello-, gobernándolos, enseñándoles el nuevo camino o, simplemente, viviendo aparte y separados de ellos.
Estos seres, antes que nada, podrían tener cierta influencia literaria de, por ejemplo, el Frankenstein de Mary W Shelley (1818), o de los seres mitad animales y mitad humanos -unos híbridos sin identidad propia, perdidos intelectual y moralmente en la oscuridad de su origen y del sentido de su misma existencia- de "La isla del doctor Moreau" (1898) de H.G. Wells. Pero no sería exacto, ni lo uno ni lo otro. El primero, no deja de ser un ser creado a base de los cuerpos -y el cerebro- de cadáveres, de hombres muertos. Los otros, son una especie de monstruos -físicamente hablando, porque moralmente, el auténtico monstruo sería su creador, el sádico y trastornado Moreau-, reducidos a esclavitud y tortura por su creador. Los "hijos" de Pericard son humanos auténticos, sólo que, físicamente, se nos hace creer que sus rostros y físico igual no serían, exactamente, como auténticos humanos, pero casi. La mayor diferencia sería que, aún teniendo aspecto masculino, son asexuados -no tienen órganos sexuales, ni deseo sexual alguno-, pero, por el resto, da a entender que podrían pasar inadvertidos, o casi, en el mundo de los humanos "naturales".
Estos "hombres del Mañana" nacen como niños, aunque uno de ellos, por un descuido de su creador, muere al nacer. Le llamará Épsilon -les dará nombres de letras griegas a todos ellos, menos a uno-, aún habiendo muerto, y tendrá la un tanto peregrina idea de guardarlo en un frasco de formol, como en aquella época se hacía, por ejemplo, con abortos o fetos de humanos y animales. Y además, uno de sus "hermanos" lo verá en tan penoso estado al poco de haber nacido, lo que lo trastornará mentalmente de forma definitiva. Pericard les inyectará preparados para que crezcan y se hagan adultos en cuestión de pocas horas, y los verá crecer, literalmente, delante de sus narices. Y verá cómo se mirarán unos a otros, intentarán tomar conciencia de lo que son, mientras que, al mismo tiempo, él intenta mantenerlos separados del mundo, en el jardín de su laboratorio-vivienda, desnudos, extraños a lo que hay más allá de los muros, y les enseñará un idioma artificial -el autor era esperantista; normal que pensara en una lengua nueva, para una humanidad nueva nacida casi de la nada-, que nadie más entendería.
Pericard no desea crear un androide con aspecto exterior humano, pero interiormente, una máquina, como cualquier robot de aspecto plenamente metálico.
El primer disgusto se lo lleva cuando, por accidente, destruyen el laboratorio donde guardaba fórmulas, ideas y aparatos de todo tipo. Así pues, tendrá que hacerse a la idea que, a su edad -es ya casi anciano- no podrá crear nuevos hombres. Tendrá que conformarse, y llevar a cabo su plan, con los once -uno, ya se ha dicho, muere al nacer: Épsilon- que le quedan.
Sin embargo los supervivientes no serán ni dóciles, ni dúctiles. Por un lado, Pericard querra averiguar cómo se comportan y piensan auténticos humanos -con su mismo coeficiente intelectual, más o menos el mismo aspecto físico- sin ningún contacto con otros humanos, pero, finalmente, al verlos tan perdidos, intentará guiarlos, aunque sea, según él, como una influencia externa. De nuevo, el científico que se cree dios, con derecho a intervenir, a creerse dueño y propietario de lo que ve como su creación, su obra, sin pensar en profundidad que aquellos seres son pensantes, y sensitivos. Y también sensibles, aunque él no pueda saber de antemano el qué.
El primero de ellos, Alfa, será un ser ensoberbecido, que es feliz, simplemente, sintiéndose superior a todo el mundo, y despreciando a los demás, aunque, realmente, no sabe explicar, el por qué de su complejo de superioridad.
El segundo, Mi, llamado así por su pequeño tamaño, casi como el de un niño -Mi vendría de "mini-", de "micro-"...-, tiene la costumbre de hablar mucho, muchísimo, pero de escuchar poco. Quiere intervenir y hacerse oír en todo, y en todo momento. Crea leyes donde no las hay y, en la práctica, parece haber nacido para ser, o legislador, o juez o árbitro.
El tercero, Gamma, es un comerciante nato. Tanto, que no duda en convencer o engañar a unos y a otros de forma que todos le deben comida o cualquier objeto que les da el profesor, pero como en lugar de consumirlos, los vende o cambia, siendo, según él, el más rico, también es, por su obsesión acaparadora, el más pobre, el peor alimentado y más débil de todos.
El cuarto, Delta, es un inepto. No parece servir para nada, ni nada se le da bien. Y además, parece molestarle mucho, pero como si ello fuera culpa de los demás. Es el típico ejemplo de persona que se queja siempre de su suerte, que culpa a los demás de lo que le sucede, pero que no hace nada para cambiarlo.
El quinto, Zeta, es una especie de burgués, pero no de un burgués emprendedor, sino de un rentista, que vive a costa de los demás, y que no ve más allá de pasarse el día tumbado, durmiendo o comiendo. No parece importarle demasiado casi nada, excepto para hacer algún comentario irónico, como si estuviera por encima de todo.
El sexto, Épsiclon, como ya se ha dicho, falleció al nacer, y acaba metido en un bote de cristal. Y su "hermano" Theta lo encontrará, y se lo llevará a una pequeña cueva artificial del jardín, para que le haga extraña y siniestra compañía.
El séptimo, Eta, simplemente pasa de todo. Es tan simple, que ni tan siquiera es realmente perezoso. Sólo es un individuo de cabeza hueca, que no parece ser capaz de interesarse por nada. Y nada quiere que le enseñen o muestren.
El octavo, Theta, es un eremita, un pensador religioso enloquecido, que vive con el difunto Épsilon, preguntándose si este y él son la misma cosa, y si la vida vale la pena, qué sentido tiene, y no queriendo salir a la luz del día. Prefiere encerrarse en sí mismo, o en la cueva, que vienen a ser lo mismo.
El noveno, Iota, es pintor, o en sentido amplio, artista, y le encanta el arte naturalista y detallista. Obsesionado está, con retratar la realidad de la forma lo más exacta posible.
El décimo, Kappa, es alto y fuerte, y sería, básicamente, un guerrero violento, autoritario y obtuso. El profesor tiene miedo de enfrentarse a él, pero cuando alguno de los otros "homoides" se pone insoportable, es él el que acaba haciéndoles callar. A golpes, eso sí, porque no sabe hacerlo de otra forma.
El undécimo, Lamda, es curioso, todo lo quiere saber, sea como sea, y hacerlo público. Es algo así como un periodista. O, más bien, como un crítico, que quiere acabar con todo para volver a rehacerlo. Pero de forma indefinida. Sería lo contrario de Eta, a quién nada ni nadie le importa, y nada quiere cambiar. Sería el transformador revolucionario contra el ultraconservador.
El duodécimo, y último, Beta, es, quizá, el más inteligente y profundo, se hace preguntas sobre su naturaleza, sobre quién o qué es. Sin embargo, al ser el menos problemático, es en quién menos se fija el profesor.
Tampoco deseaba un ser de cuerpo orgánico, pero con un cerebro cibernético, artificial.
El profesor, entonces, dejará de mantenerse lo más al margen posible, e intentará reconducir, dentro de lo posible, a sus creaciones. Lo malo es que, evidentemente, él tendrá que hacer referencia a leyes, políticos, a las ciudades, leyes, periódicos, libros, etc. creados por los humanos. Ya no podrá mantenerlos, de forma absoluta, aislados el su jardín, excepto físicamente. Los llamará a su despacho, o intentará hablar con ellos, para ver qué puede conseguir de bueno.
Pero de bueno, consigue poco. Kappa, el matón violento, acaba pensando que la mejor forma de demostrar lo fuerte que es consiste en dejarse maltratar y pegar por los demás, y aguantar estoicamente y sin queja las vejaciones de sus hermanos.
Zeta, el burgués que se pasa la vida rascándose la barriga, decide dedicarse a algo: ¡a la política!
Alfa, el engreído, acaba por deprimirse, pensando que su anterior estado de creerse feliz por ser, supuestamente, mejor que nadie, era pura fantasía.
Gamma, el comerciante, deja de serlo, para, finalmente, pasarse el día comiendo, y deshaciéndose de todo lo que tiene.
Theta, el eremita, acaba deshaciéndose de su hermano Épsilo, para transformarse en un fanático religioso que parece odiar a todos, intentando convencerles de sus fantasías teológicas, y recibiendo golpes por ello.
Delta, el inepto, no deja se seguir siendo inepto. Eta sigue pasando de todo, porque es un bueno-para-nada, mientras que Iota, el pintor naturalista, acaba siendo un artista abstracto que no soporta la realidad. Mientras, Lamda, el reformador, acaba llenándose de dudas.
Mi, sin embargo, es el único que no cambia. Como juez, hablador y poco dado a escuchar, no hace caso de nadie, y va siempre a la suya.
Respecto a Beta, el olvidado, se hace preguntas sobre sí mismo y, finalmente, acaba mutilándose, con ayuda de sus hermanos, porque no sabe si las partes -sus miembros amputados- son también parte del todo -de su cuerpo-. Y cuando parece tener la solución, muere desangrado, y el profesor decide enterrarlo en el jardín, a falta de algo mejor.
Cansado de una humanidad a la que cree imposible de enderezar, y viéndose ya anciano para crear otra, pues tendría que volver a empezar con estudios y pruebas, aprovecha una de las pocas fórmulas que recuerda de memoria -según él, se le quedaron grabadas a fuego en su cerebro, porque ese día estuvo a punto de morir asesinado por una princesa rumana que deseaba su cuerpo; o eso pensaba él-. Y esta consiste, simplemente, en hacer que el camino realizado, de un óvulo fecundado por un espermatozoide, conseguidos a partir de sus iguales de foca hasta conseguir algo más o menos humano, a hombres pensantes, vuelva al principio de todo.
Pericard conseguirá convencer a sus "hijos" -según él, creaciones de su propiedad, digamos, intelectual- de que se dejen inyectar el suero que les hará, primero, rejuvenecer; más tarde, volver a la infancia, al estado de recién nacidos; y cuando llegan a ello, el profesor los colocará a algo parecido a lechos donde se harán cada vez más pequeños, menos desarrollados hasta que, finalmente, sólo verá -o intuirá- unas células sexuales separadas que no son capaces de unirse. Y algo tan minúsculo, tan insignificante, a lo que ha quedado reducida la nueva humanidad, acabará por irse por el desagüe de un lavabo. Como dice Pericard, él fue el creador, y él el único con derecho a destruirlos.
Más tarde, irá a ver al abogado Paradell, el que escribirá el prólogo de las memorias que Pericard le muestra y regala -se ve cerca de la muerte, y desea que alguien sepa de sus experimentos y, si así lo decide, que los publique-. Sólo quiere saber una cosa: según él, no debería tener ningún sentimiento de culpa en destruir unos seres en principio pensantes, pero que no dejan de ser de su propiedad, pero, legalmente, ¿ha cometido un crimen? ¿Podría ser acusado de asesinato?
El abogado, sorprendido, alucinado, en cierto modo horrorizado, pero también maravillado, le dice que no, porque, aparte de no haber pruebas de la existencia de aquellos humanos no-nacidos-, no fueron nunca ciudadanos, ni existieron como tal, ni eran naturales de país alguno, y que su patria era un laboratorio propiedad privada.
Finalmente, cuando el profesor, más tranquilo, se marcha, el abogado, tan asqueada y cansado como él, y más, teniendo en cuenta, los crímenes y delitos e injusticias que tiene que ver un día sí y otro también, le pregunta, simplemente, el por qué no hizo lo mismo, hacer desaparecer mediante la vuelta al pasado, a la "vieja humanidad", tal como hizo con la "nueva".
Aunque con un estilo un tanto antiguo, no deja de ser esta una obra de ciencia-ficción, con su profesor, en este caso no malvado, pero sí un tanto trastornado, su tecnología y laboratorios y, sobretodo, la idea de crear seres artificiales. Pero no androides o inteligencia artificial, tal como ahora la entenderíamos, sino auténticos humanos, y no con restos de cadáveres, o mezclándolos con animales, sino humanos más o menos como nosotros, y fracasando no en la parte técnica, sino en la moral y espiritual. O sea, en la completamente humana. Sí que el autor aprovecha para hacer todo tipo de comentarios filosóficos, pero esto, realmente, tampoco es extraño a la CF. Es lo que, hoy en día, se llama "CF de ideas", tan común entre los anglosajones.
Salvando las distancias en el tiempo, el laboratorio de Pericard, hoy en día, sería algo parecido a esto.
Y ahora que lo miro de principio a fin, para ser un simple comentario de una novela tan corta, me ha salido el texto larguísimo. El próximo, igual sale más corto, ya se verá.
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