El cuento original de "La vida secreta de Walter Mitty".
El pequeño relato en que se basaron las dos adaptaciones cinematográficas: la de Danny Kaye (1947), y la de Ben Stiller (2013).
Esta reseña la creo un poco por casualidad. Hace poco se anunció una nueva versión de "La vida secreta de Walter Mitty", basada en un cuento corto popular norteamericano -de 1939, pero que todavía mucha gente conoce, y que han leído en algún momento-. Hace años, muchos, pude ver la primera versión cinematográfica, la de Danny Kaye, de 1947 -ha llovido mucho, desde aquella época; también, aunque no tanto, desde que era relativamente fácil ver por televisión películas clásicas, y que ahora, muchas veces de forma bastante gratuita, son consideradas, simplemente, como antiguallas-. Siendo como era niño, una película musical -en inglés, idioma que no conocía en absoluto, aunque ahora, aunque lo escriba y lea relativamente bien, sigo sin apenas saber hablar o poder comprender oralmente- podía resultarme, quizá, un poco pesada, pero Kaye, que quizá no era un actor extraordinario, pero sí estaba hecho para la comedia, era buen bailarín y cantante -en realidad, un auténtico showman, fue uno de los primero "conductores" de un programa de televisión propio, "La hora de Danny Kaye", que tantos imitadores o reinventonres tendría con el paso de los años-, y era capaz de llevar por sí mismo el protagonismo de historias que, de otra forma, y en manos de otros actores, podrían resultar, incluso para la época, demasiado poco creíbles, o, por decirlo de otra forma, no tendrían por donde aguantarse. Algo parecido podría decirse de Ben Stiller -conocido en Europa, pero de enorme fama en su país-, aunque no puedo decir mucho de la nueva versión, que todavía no he visto -aunque quizá aproveche estas navidades para hacerlo; la cosa está mal, pero no creo que me arruine por ir al cine un par de veces, y más, cuando no acostumbro a hacerlo en días festivos, que es más caro-. No me extenderé, sin embargo, en las películas, sino en el relato que sirvió de base para ellas.
El cartel de la primera versión, de 1947, de Danny Kaye.
El cuento original, del mismo título, fue obra del escritor, periodista y caricaturista James Thurber, al que podría considerarse como un "artista popular"; en el sentido de que no escribió o realizó ninguna obra de arte tal como la considerarían los críticos y expertos -sea lo que sea, lo que se pueda entender como "expertos"-, pero sus pequeños relatos, publicados casi todos en la revista "The New Yorker" -este, en 1939-. Más adelante, estos relatos se recogerían en diversas antologías -las más recientes, serían conocidas simplemente como "James Thurber: escritos y dibujos", que serían las ediciones que le harían conocido a posteriores generaciones, transformándolo en parte de la cultura popular anglosajona-, y no se ha dejado de vender, aunque sean en tiradas más modestas, hasta hoy en día.
El cuento original apenas serían, en un libro de formato más o menos mediano, dos o tres páginas, o poco más, si se añadía alguna de sus ilustraciones. El personaje, además, no es exactamente el que vemos en las dos películas: es un hombre casado -no un solterón en busca de un amor supuestamente imposible-, que acompaña a su esposa a sus compras semanales en la ciudad, y deja volar su imaginación para olvidarse un poco de ella, de sus obligaciones, y de su aburrida vida. Nuestro hombre lo mismo se ve pilotando un hidroavión en medio de una tormenta, como yendo a una misión casi suicida de bombardeo a un polvorín enemigo, pero en la vida real, no deja de ser un anodino e inofensivo Don Nadie. El nombre del protagonista, incluso, llegó a formar parte del habla popular. Un "Walter Mitty", para muchos norteamericanos -aunque algunos no conozcan el cuento más que de oídas, o ni eso- es, no un personaje fantasioso por sí, sino alguien que parece vivir en las nubes, en la luna, y que, aparentemente, no sabe ni donde está, ni lo que tiene que hacer, porque tiene una enorme facilidad para abstraerse de la realidad, que poco o nada le interesa. Gente, tal vez, poco dada a la acción, porque ésta la encuentra, la crea, en su propia cabeza, sin necesidad de buscarla en la realidad. Gente, por tanto, cómodamente soñadora, un tanto abúlica, pero inofensiva.
Un cartel publicitario de la nueva versión, de este año, poco antes de su estreno.
Así pues, como tenía interés por leer el cuento, y al no haberlo encontrado en castellano -aunque imagino que existe, aunque no lo encontré, tal vez más por falta de interés que tiempo-, decidí traducir el original en inglés. El problema, como en "El sueño de Sultana", que fue lo primero que "publiqué" en el blog, es que mi inglés es modesto -tan modesto, que en no pocas ocasiones, ni se deja ver-, así que me hice ayudar por el traductor del Chrome, por un diccionario y un libro de gramática, y una pequeña ayuda -humana- externa. Y por mi propio inglés, claro, que tampoco es tan malo. Una parte del trabajo de "corrección" -largo y arduo, aunque no lo parezca- es el lío que se hace cualquier máquina con las formas verbales, artículos determinados, género y número de las palabras, o por los diversos pronombres. Pero ahí está. No es la mejor traducción -penoso sería, encontrarme ahora en la red con una mejor, aunque traducirla, aunque sea artificialmente, sea más divertido-, pero al menos se entiende.
Bueno, pues aquí está la historia. Modesta, pero con dos películas a sus espaldas:
La vida secreta de
Walter Mitty.
"¡No tan rápido! ¡Estás
conduciendo demasiado deprisa!", dijo la señora Mitty. "¿Por qué estás
conduciendo tan rápido?"
"¿Hmm?", dijo Walter Mitty.
Miró a su esposa, en el asiento de al lado, asombrosamente escandalizada. Le
pareció de lo más extraña, como una mujer desconocida que hubiera gritado en
una multitud. "Ibas a cincuenta y cinco", dijo. "Tú sabes que no
me gusta ir a más de cuarenta. Estabas yendo a cincuenta y cinco." Walter
Mitty siguió conduciendo hacia Waterbury en silencio, el rugido del SN202 a
través de la peor tormenta en veinte años de la aviación de la marina de guerra desvaneciéndose
en la distancia, las líneas aéreas
producto de su mente. "Estás tenso de nuevo", dijo la señora
Mitty. "Uno de estos días, me gustaría que permitieras al dr. Renshaw que te
hiciera una revisión médica.
Walter Mitty
detuvo el coche delante del edificio donde su esposa tenía pensado arreglarse
el cabello. "Acuérdate de conseguir esas botas de agua mientras me peinan
el cabello", dijo. "No necesito zapatos de goma", comentó Mitty.
Ella guardó su espejo en el bolso. “Ya hemos hablado sobre eso", dijo ella,
saliendo del coche. "Hace tiempo que ya no eres un hombre joven." Volvió
a poner en marcha el motor. "¿Por qué no te pones los guantes? ¿Has
perdido tus guantes?" Walter Mitty buscó en un bolsillo y sacó los
guantes. Se los puso, pero después de que ella se hubiera vuelto y entrara en
el edificio, y en cuanto se paró delante de un semáforo en rojo, se los quitó
de nuevo. "¡Muévase, hermano!" Espetó un policía cuando la luz
cambió, y Mitty, apresuradamente, se volvió a poner los guantes los guantes
mientras sentía cómo se tambaleaba hacia delante. Condujo por las calles sin
rumbo durante un tiempo, para después pasar por delante del hospital en su
camino al área de estacionamiento.
. . . "Es el banquero millonario,
Wellington McMillan”, exclamó la bonita enfermera. "¿Sí?", dijo
Walter Mitty , mientras se quitaba lentamente los guantes." ¿Quién es el
responsable de su operación?" "El doctor Renshaw, y el doctor Benbow,
pero se harán cargo otros dos especialistas: el doctor Remington de Nueva York,
y el doctor Pritchard-Mitford de Londres. Ellos se han hecho cargo." Se
abrió una puerta en un largo y fresco pasillo, y de ella salió el doctor
Renshaw. Se le veía angustiado y demacrado. "Hola, Mitty", dijo.
"Lo estamos pasando endemoniadamente mal con McMillan, el banquero
millonario y amigo personal de Roosevelt. Obstreosis del tracto ductal.
Terciario. Me gustaría que le echaras un vistazo a." "Con mucho gusto",
dijo Mitty .
En el quirófano se hicieron las
presentaciones entre susurros: "Doctor Remington, el doctor Mitty. Doctor
Pritchard-Mitford, el doctor Mitty." "He leído su libro sobre
estreptotricosis -dijo Pritchard-Mitford, estrechándole la mano-. Una obra
brillante, señor.” “Gracias”, dijo Walter Mitty. "No sabía que estuviese
en los Estados Unidos, Mitty", refunfuñó Remington. "Mil gracias, por
enseñar a Mitford como tratar un terciario." "Es usted muy amable",
dijo Mitty. Una enorme y complicada máquina, conectada a la mesa de
operaciones, con muchos tubos y cables, comenzó en ese momento a sonar –pocketa-pocketa-pocketa-. "¡El
nuevo aparato anestesista está poniéndose en marcha!" -gritó un ayudante-
¡Y no hay nadie en la Costa Este que sepa realmente como funciona!" "¡Tranquilo,
hombre!", dijo Mitty, en voz baja y manteniendo la calma. Se acercó a la máquina, que ahora estaba sonando
pocketa-pocketa- queep-pocketa-queep. Comenzó a manipular delicadamente una
hilera de brillantes botones. "¡Denme una pluma!", espetó. Alguien le
entregó una pluma estilográfica. Sacó un pistón defectuoso de la máquina e
insertó la estilográfica en su lugar. "Eso va a mantener en buen
funcionamiento durante diez minutos" –dijo-. Adelante con la
operación." Una enfermera se acercó y le susurró a Renshaw, y Mitty vio al
hombre palidecer. "Me temo que es una coreopsis", dijo Renshaw
nerviosamente-. ¿Quiere tomar el control, Mitty?" Mitty miró la
atemorizada figura de Benbow, y los graves y confusos rostros de los dos
grandes especialistas. "Si así lo quiere", dijo. Se colocó por encima
de su ropa un vestido blanco, se ajustó una máscara y se puso los delgados guantes; las enfermeras le
entregaron su brillante. . .
"¡Retrocede, Mac! ¡Cuidado
con el Buick detrás tuyo!" Walter Mitty pisó el freno. "Carril
equivocado, Mac", dijo el encargado del aparcamiento, mirando a Mitty de
cerca. "Gee-Yeh", murmuró Mitty. Comenzó a retirarse con cautela del
carril marcado "Sólo Salir." "Puede dejarlo ahí", dijo el
empleado. "Me encargaré de aparcarlo". Mitty se bajó del coche.
"Hey, deje mejor la llave puesta". "Oh", dijo Mitty, mientras
entregaba al hombre la llave de contacto. El encargado se dejó caer en el
interior del coche, dio marcha atras con insolente habilidad, y lo aparcó en su
plaza correspondiente.
Son tan groseramente arrogantes
-pensó Walter Mitty, caminando por Main Street-. Creen que lo saben todo. Una
vez intentó quitar sus cadenas para la nieve, en las afueras de New Milford, y
acabó provocando una avería alrededor de los ejes. Un hombre tuvo que ir a
recogerlo con un camión-grúa. Un joven empleado del taller, con una sonrisa
burlona. Desde entonces, la señora Mitty siempre le hacía conducir a un garaje
para que le sacaran allá las cadenas. La próxima vez, pensó, llevaré mi brazo
derecho en cabestrillo; entonces si que no sonreirán delante mío. Tendré mi
brazo derecho en cabestrillo y se darán cuenta de que me resultaría imposible
retirar las cadenas por mí mismo. Dio una patada en el fango de la acera.
"Botas de agua", se dijo, y comenzó a buscar una zapatería.
Cuando salió a la calle de nuevo,
con las botas de agua en una caja bajo el brazo, Walter Mitty comenzó a
preguntarse qué otra cosa que otra cosa que le había dicho su mujer que debía conseguir.
Se lo había dicho en dos ocasiones, antes de salir de su casa de Waterbury. La
verdad es que odiaba aquellos viajes semanales a la ciudad, en los que siempre
debía salir algo mal. ¿Pañuelos de papel, pensó, Squibb’s –polvos de talco-,
hojas de afeitar? No. ¿Pasta y cepillo de dientes, bicarbonato, carborundum? ¿Iniciativa y referéndum?
Acabó dándose por vencido. Pero ella lo recordaría. "¿Dónde está el-cómo-se-diga?"
Lo que pidiese. "No me digas que has olvidado el-cómo-se-diga." Un
vendedor de periódicos pasó gritando algo sobre el juicio de Waterbury.
. . . "Tal vez esto le
refresque la memoria." El Fiscal de Distrito sacó repentinamente una
pesada automática que puso a la vista de la tranquila figura sentada en el
estrado de los testigos. "¿Alguna vez ha visto esto antes?" Walter
Mitty tomó el arma y la examinó con pericia. "Este es mi Webley-Vickers
50.80", dijo con calma. Un rumor creciente corrió alrededor de la sala de
audiencias. El juez llamó al orden. "Tú eres un as con cualquier tipo de
arma de fuego, ¿verdad?", dijo el fiscal del distrito, insinuante. "¡Protesto!", gritó el abogado de
Mitty. "Hemos demostrado que el acusado no podría haber hecho el disparo.
Hemos demostrado también que llevaba el brazo derecho en cabestrillo en la
noche del catorce de julio." Walter Mitty levantó la mano brevemente, y
los abogados que discutían se calmaron. "Podría haber matado a Gregory
Fitzhurst con cualquier marca conocida de armas -dijo sin alterarse- a
trescientos pies y con la mano izquierda." En la sala del tribunal se
desató un pandemónium. El grito de una mujer se hizo oír por encima del caos, y
de repente, una hermosa joven de cabello oscuro apareció en brazos de Walter
Mitty. El fiscal de distrito la golpeó salvajemente. Sin levantarse de su
silla, Mitty golpeó al hombre en la punta de la barbilla. "¡Miserable
canalla!". . .
"Galletas para cachorros",
dijo Walter Mitty. Dejó de caminar y los edificios de Waterbury, saliendo de la
sala de audiencias de niebla y lo rodeó de nuevo. Una mujer que pasaba se echó
a reír." Dijo “galletas para cachorros”, comentó al hombre que la
acompañaba." Ese hombre se dijo a sí mismo “galletas para cachorros."
Walter Mitty se apresuró. Entró en una
tienda de animales, no la primera que encontró, sino una más pequeña situada
más arriba de la calle. "Quiero unas galletas para perros pequeños, jóvenes".
El dependiente preguntó: "¿Alguna marca en especial, señor?" El mayor
disparo de pistola del mundo resonó
durante un momento. "Dice 'Los cachorros ladran por él' en la caja ",
dijo Walter Mitty .
Su esposa estaría de vuelta de la
peluquería en quince minutos - Mitty pensó, tras mirar su reloj-, a menos que
se retrasaran por el secado. A veces tenían problemas para secarle el cabello. No
le gustaba llegar al hotel la primera; quería que él estuviera allí esperando por
ella, como de costumbre. Encontró una gran silla de cuero en el vestíbulo,
frente a una ventana, y se puso las botas de agua y la caja de galletas para
cachorros en el suelo, junto a él. Cogió un viejo ejemplar de “Liberty” y se
dejó caer en la silla. "¿Puede Alemania conquistar al mundo desde el
aire?" Walter Mitty miraba las fotos de bombarderos, y de calles en ruinas.
. . . "Los proyectiles de
artillería alcanzaron al joven Raleigh, señor", dijo el sargento. El capitán
Mitty lo miró a través de su pelo enmarañado. "Llévalo a la cama -dijo con
cansancio-, con los otros. Voy a volar solo." "Pero eso es imposible,
señor -dijo el sargento con ansiedad-. Se necesitan dos hombres para manejar
ese bombardero y los Archies han desatado el infierno en el aire. El circo de
Von Richtman está entre nosotros y el pueblo de Saulier." "Alguien
tiene que conseguir alcanzar ese depósito de municiones -dijo Mitty-. Voy a ir.
¿Un poco de coñac?" Se sirvió una copa para el sargento y otra para él. La
guerra tronó y gimió alrededor del refugio golpeando en la puerta. Destrozaron la madera y las astillas volaron a través de
la habitación. "Un poco demasiado cerca", dijo el capitán Mitty
descuidadamente. "Las andanadas de fuego antiaéreo para bloquearnos están
cada vez más cerca", dijo el sargento. "Sólo se vive una vez,
sargento", dijo Mitty, con una sonrisa tenue y fugaz. "¿O no?"
Se sirvió otro coñac, y lo sacudió haciendo que cayera fuera. "Nunca he
visto un hombre capaz de sostener su brandy como usted lo hace, señor",
dijo el sargento. "Disculpe señor." El capitán Mitty se puso de pie,
con su enorme Webley-Vickers automático al cinto. "Son cuarenta kilómetros
a través del infierno, señor", dijo el sargento. Mitty terminó una última
copa de brandy. "Después de todo -dijo en voz baja- ¿Qué no lo es?"
El temblor producido por los cañones aumentó, pero no se oía el rata-tat-tatteo de ametralladoras, y de alguna parte
llegó el amenazante pocketa-pocketa-pocketa
de los lanzadores New Flame. Walter Mitty se acercó a la puerta de la caseta tarareando
"Auprès de Ma Blonde." Se
dio vuelta y se despidió del sargento. "¡Hasta luego!", dijo. . . .
Algo golpeó su hombro. "He
estado buscándote por todas partes en el hotel", dijo la señora Mitty.
"¿Qué haces tumbado en esa vieja silla? ¿Cómo esperas que te encuentre?"
"Las cosas se acaban, "dijo Walter
Mitty vagamente. "¿Qué? -dijo la señora Mitty- ¿Conseguiste
el-cómo-se-diga? ¿Las galletas para cachorros? ¿Qué hay en esa caja?" "Botas de agua" -dijo Mitty- "¿Y
cómo es que no te las has puesto en la tienda?" "Yo estaba pensando
-dijo Walter Mitty-, ¿se te ha ocurrido pensar que a veces estoy
pensando?" Ella lo miró. "Cuando llegue a casa, tendré que tomarle la
temperatura", se dijo.
Salieron por la puerta giratoria,
que hizo un silbido débilmente burlón cuando les empujó. Fue dos manzanas de la
plaza de estacionamiento. En la farmacia de la esquina le dijo: “Espérame aquí.
Me olvidé de algo. No será más de un minuto.” Ella era más que un minuto.
Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover, lluvia con aguanieve. Se
puso de pie contra la pared de la farmacia, fumando. . . Colocó sus hombros hacia atrás y juntó los
talones. "Al diablo con el pañuelo", dijo Walter Mitty con desprecio.
Echó una última calada al cigarrillo y lo tiró a la basura. Luego, con esa
sonrisa débil y fugaz jugando en sus labios, frente al pelotón de fusilamiento;
erguido e inmóvil, orgulloso y desdeñoso, Walter Mitty el invicto, inescrutable
hasta el final.
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