La epopeya de Gilgamesh.
El primer relato de ficción escrito de la historia.
Hacía tiempo que no escribía algo que tuviera, aparte de una base literaria, también histórica, así que me he decidido a comentar un libro, o más bien una historia, y el análisis de ésta, que hace bien poco que he podido leer: "La epopeya de Gilgamesh", que, como indica el subtítulo, es el primer relato de ficción que nos ha llegado de forma escrita, porque, es evidente, debieron existir, a lo largo y ancho del mundo, muchos otros inventados por seres humanos de otras culturas, además de la sumeria, de la que dicha historia proviene, pero, o no nos ha llegado, o lo ha hecho, pero después de tantas transformaciones, versiones, y cambios después de pasar de boca en boca, que nos resultarían totalmente irreconocibles si llegáramos a compararlos con lo que actualmente podríamos leer. De tal forma, relatos que forman parte de la Biblia, o de leyendas y obras chinas o indias, aunque puedan tener raíces antiguas en extremo -incluso, prehistóricas, neolíticas-, serían más modernas que el Gilgamesh, debido a que han ido mutando, hasta transformarse en otra cosa, o en parte de obras posteriores.
Pero es mejor no extenderse en el preámbulo, y explicar, tanto la historia en sí misma -no creo que se pueda hablar, aquí, de spoiler, o como se quiera llamar el destripar el final de relatos, películas, o lo que se tercie, tratándose esto, más que un comentario literario, de uno histórico y, casi, de arqueología literaria-, como la época -o épocas, debido a sus diversas versiones, aunque conservando siempre la base y los personajes-, como el estilo.
Un héroe, en absoluto perfecto e ideal, cuya voz llega desde lo más profundo de la historia humana.
Sumer, o Sumeria, fue, muy posiblemente, la primera civilización auténticamente histórica de todas las que ha dado la especie humana. Y es tanta su antigüedad, que ni tan siquiera es posible, realmente, saber cuando deberíamos empezar a datarla. Y, aunque no quiera hacer de esta entrada un repaso de toda su existencia, no puedo dejar de hablar de ella, aunque sea muy por encima, pues, desde la infancia, en que empecé a leer, y a aprender por mi cuenta, historia de las distintas civilizaciones, Mesopotamia me llamó la atención, e intenté saber hasta donde llegaban las raíces culturales de los famosos babilonios y asirios, y, finalmente, encontré que todo empezó en el sur y el centro del actual Irak, hace más de cincuenta siglos -tal vez, unos 5.400 años, aunque nada es seguro-. Allá aparecieron las primeras ciudades -ciudades-estado, que raramente fueron capaces de crear una estructura de estado mayor, aunque en los últimos tiempos, como un canto de cisne, y por influencia de los semitas que formaron el Imperio de Akkad, el primero de Mesopotamia, hubo urbes, como Ur, que sí lograron la unificación casi plena de Sumeria-, con ellas, la estructura estatal, con sus funcionarios, hombres de armas, contabilidad -y con ella, la escritura, que durante mucho, no dejó de ser para ellos un invento secundario-, una religión estructurada y con enorme poder -se cree que estas ciudades, durante siglos, al menos algunas de ellas, fueron auténticas teocracias, donde el soberano era más un gran sacerdote que un auténtico monarca, o enki-, y, finalmente, auténticos reyes, o lugal que dirigieron el crecimiento de dichas urbes, levantaron murallas, palacios, e imaginaron -y llegaron a cabo- lo que ahora llamaríamos planificación urbana, amén del comercio interior y exterior, la manufactura, la navegación...
Restos de la ciudad de Uruk, la primera ciudad sumeria en lograr un gran poder militar y político.
Reconstrucción del palacio real y del centro de Uruk, en tiempos de Gilgamesh o no mucho tiempo después, cuando era la ciudad más grande del mundo.
Bien, se podría decir, que la historia de tan curioso, enérgico, y un tanto brutal personaje, ha llegado a la actualidad por medio de tres versiones sucesivas, que, además, corresponderían a tres civilizaciones que se irían turnando en la dominación política, y el influencia cultural, en la tierra de los dos ríos: la primera, se supone que la original, sería la sumeria, en forma de -al menos, porque podría haber más, todavía por descubrir- cinco largos poemas autoconclusivos, pero que, claramente, forman parte de una obra mayor; la segunda, que algunos historiadores llaman "paleo-babilónica"; o akkadia -lo de "akkadia", es por estar escrita en un dialecto de dicha lengua, que fue la usada durante el primer imperio semita, Akkad, y que, en el 1700 a.c., que es cuando más o menos se escribió, se usaba, en su forma de dialecto meridional, en la antigua Babilonia, tal vez gobernada por aquella época por Hammurabi; personaje real, como Sargón, el creador del poderío akkadio, y casi tan mítico como él-, correspondería, ahora sí, a una versión que forma un único relato, mucho más largo, y sin problemas de contradicciones o visiones distintas de los protagonistas; la tercera, más literaria, correspondería a un autor que sí conocemos por su nombre, Sin-lequi-unninni, un sacerdote, y, por lo visto, escritor -no en el sentido profesional, pues no existían como tales, sino artístico, casi sagrado- de la época en que Babilonia y Asiria eran dos potencias medianas, que intentaban someterse y combatirse. Fueron los asirios de la época imperial, los que consideraron su versión como definitiva, y fue también, en un palacio asirio, el de Asurbanipal, uno de los últimos grandes monarcas de este pueblo, que gobernó durante el siglo VII a.c., donde a mediados del siglo XIX, arqueólogos británicos descubrieron las tablillas que contenían la historia, y que tuvo que esperar veinte años (1872) hasta poder ser traducidos.
Sin-lequi-unninni parece que, como mínimo, aparte de modernizar un tanto el estilo, darle un aire más épico y poético, cuenta con dos aportaciones inéditas: el prólogo, donde habla de la grandeza de Uruk, y la historia del Gran Diluvio, o como se le llama en la Biblia, el Diluvio Universal, que está claro que fue adoptado por los antepasados de los judíos -el clan familiar de Moisés, que daría paso a la tribu, y después pueblo de los antiguos hebreos-, que después de vagar por las arenas del norte de Arabia o de lo que ahora es el oeste de Irak, decidieron vivir temporalmente a las puertas de la sumeria -o tal vez, ya akkadia- Ur, una de las ciudades más antiguas de la zona, y del mundo.
Una estatua moderna de Gilgamesh.
Y una ilustración basada en una antigua.
El Gilgamesh histórico fue un monarca-sacerdote -un enti, todavía no un lugal, o monarca únicamente político y militar- de la ciudad de Uruk, hará casi 5.000 años, y fue el quinto rey de la considerada primera dinastía. Uruk era la mayor y más poblada de las ciudades sumerias, y ya era urbe importante -dentro de lo que cabe- antes todavía de la llegada de los sumerios al sur de Mesopotamia, pues éstos no eran un pueblo autóctono, y se instalaron cuando el neolítico ya estaba muy avanzado en la zona, y algunas aldeas se habían transformado ya en pequeñas ciudades. Poco o nada se sabe todavía de su origen, ni como llegaron allá, fuera en barco por el Golfo Pérsico, atravesando la meseta iraní, o de cualquier otra forma. Pero dejando aparte este misterio, pues mejor sería extenderse en ello en otro momento, decir que Gilgamesh, que dejó un hijo en el trono -al contrario de lo que podría pensarse tras leer su historia ficticia-, debió ser un monarca que dejó impronta, pues levantó -o reconstruyó- las murallas de la ciudad, y ejerció también de sacerdote y jurista.
En la leyenda, parece que Gilgamesh -Bilgamesh, en sus primeras versiones, en los poemas independientes sumerios- era un tirano que oprimía al pueblo, que se creía con derecho de poseer a todas las mujeres de la ciudad -incluyendo a las novias recién casadas- y que, según se cuenta "agotaba a los jóvenes", no se sabe bien si en guerras, en combates o juegos -donde demostraba siempre su superioridad física- o con trabajos físicos. La cuestión es que su tiranía, en un ser con medio origen divino - su madre era la diosa Ninsun, de la que poco se sabe, excepto su condición de sabia- acabó con la paciencia de los dioses, que como los griegos, parecían vivir en una especie de inalcanzable Olimpo, pero que vigilaban a los humanos, y decidían, en ocasiones tras agrias disputas, qué hacer -o no hacer- para ayudarlos o castigarlos, según les apeteciera. Entre estas deidades, no existían lo que serían un padre y una madre de todos ellos, aunque sí había jerarquías - una especie de "señores" divinos-: Anu, el dios del cielo, que parecía una especie de dios principal, y Aruru, la gran diosa madre, que son los que deciden tomar cartas en el asunto. El primero le pide a la segunda que, igual que en otra época creó la humanidad a partir del barro, o de la arcilla, vuelva a crear con ese material a un hombre en particular, fuera de lo común, de enorme fuerza y poder, para que obligue a Gilgamesh a respetar a su pueblo y gobernar con prudencia, y, de paso, para que se transforme en su amigo y compañero. La diosa creará, entonces, una especie de doble del rey, pero que, al criarse entre animales, en el monte, no conoce ni la civilización ni el habla, y prefiere vivir entre animales, alimentándose, incluso, de hierba y frutas, para no matar a ninguno de ellos. Este "hombre-bestia" nacido de la tierra será Enkidu.
Gilgamesh sabe por un trampero de la aparición repentina de aquel gigante desnudo y sin habla, y piensa que podría, llegado el caso, arrebatarle el poder -no es que se hubiera ganado el cariño de su gente, precisamente; además, el Gilgamesh histórico debió reinar en una época todavía primitiva, en que el poder se ganaba y perdía de forma parecida en su ciudad o en una tribu bárbara: por medio de la fuerza bruta en un combate singular-. Pero como, más que combatirlo, lo que desea es conocerlo y amansarlo, para transformarlo no en un enemigo, sino en un compañero -como había soñado en varias ocasiones, dando a entender dichos sueños que la relación entre ambos era de algo más que amistad; en realidad, en alguno de los poemas más antiguos, es incluso sexual-, mandará al trampero con una aliada muy especial: Shamhat, una harimtu, una sacerdotisa-prostituta de la diosa Ishtar -Inanna, para los sumerios-. Pronto se sabrá la razón por la que el monarca envía a esta mujer para encontrarse con aquel primitivo y terrible personaje: Shamhat tendrá la obligación de "civilizar" a Enkidu, mostrándose desnuda ante él, manteniendo relaciones puramente sexuales -y lo de "puramente" tiene sentido: es mediante el sexo, que el hombre primitivo se civiliza, cambia su mente y su visión del mundo, y los animales, al darse cuenta de ello, dejan de verlo como uno más, y huyen de su presencia-, hasta que el buen hombre tiene la necesidad -y el deseo- de acompañar a la sacerdotisa a la ciudad, donde Shamhat desea llevarlo para que su rey lo conozca y juzgue qué hacer con él. En el viaje hacia la gran urbe, la mayor de su época en el mundo, Shamhat le enseñará poco a poco a hablar -es un buen alumno, porque necesitará sólo unos días para expresarse correctamente-, y ya en la ciudad, le explica la diferencia entre civilización -con sus grandes edificios, su música, sus fiestas, sus sacerdotisas dispuestas a "acoger" a todo hombre que así lo desee -a cambio de un donativo que varía según sus posesiones e ingresos-, sus comidas y sus ropas caras- y la barbarie -vivir con y como los animales, desnudo y sin capacidad de expresarse-. Siendo invitados en casa de unos pastores, hasta le enseñará cómo son los alimentos humanos, y cómo comportarse en la mesa. Porque Shamhat la harimtu, de entre todos los personajes de la historia, es uno de los más comprensivos y de mente más abierta y generosa. Los personajes femeninos, en general, no salen mal parados. Más bien al contrario. La única mujer retratada de forma despreciable, por cierto, no será una mujer mortal, o una diosa menor y muy humana, como la madre de Gilgamesh, sino la misma Ishtar, la princesa de los dioses, y señora del amor y, al tiempo, de la guerra.
Una visión de Enkidu con Shamhat, de Fernando Baldó.
Ya tenemos a un Enkidu civilizado, vestido y con el pelo y la barba cuidados. Ha oído hablar de Gilgamesh, y, por lo visto, su único deseo, más que conocerlo, es el de vencerlo. Pero no para erigirse rey sino, más bien, para demostrar que él es el más fuerte. Tiene suerte a la hora de hallarlo: se cruza en la calle con un joven que va a una boda, y que le explica que, una vez acabe la ceremonia, la novia esperará en su casa al rey, para yacer con él antes que con su flamante esposo. Como ya no tiene a la sacerdotisa a su lado para aconsejarlo -desaparece de la historia, pues ya ha cumplido su misión, y vuelve al templo de Ishtar, donde está su principal razón de vida-, decide ir a buscarlo, y no tarda en encontrarlo, dirigiéndose a la casa de la novia -el joven le explicó donde estaba-. El encuentro de aquellos dos gigantes de mente un tanto simple acaba en una pelea de colosos, que hace temblar los cimientos de las casas de toda la calle, y finaliza con una difícil victoria de Gilgamesh. Es en ese momento, donde desaparece cualquier tipo de enfrentamiento entre los dos hombres, transformándose en dos grandes e inseparables amigos.
Al poco, Gilgamesh dice que el dios Shamash -dios del cielo, y por lo visto, de la sabiduría, o la inteligencia- le ha dicho que vaya a los grandes bosques de cedros del oeste -o sea, de lo que ahora son el Líbano y la Siria occidental, que para los sumerios eran regiones lejanas aunque no desconocidas, y los imperios semitas posteriores intentaron, y a veces consiguieron, dominar-, para acabar con el monstruo Humbaba -o Huwawa, en sumerio-, para, así, librar del mal -o del mal que él podría realizar- al mundo. Realmente, en ningún sitio se demuestra que Humbaba sea realmente malvado. Sólo es terrible, mortal para los que intenten entrar en los bosques de cedros, donde ejerce de guardián por orden de Enlil, el dios de la tierra y los bosques. Como se ve, los dioses de aquella temprana época también tenían sus rencillas, y utilizaban a sus criaturas -humanas, animales o monstruosas- para combatir en su nombre en el planeta Tierra.
Enkidu, como los ancianos del pueblo, le aconseja que no vaya, hasta que Gilgamesh lo convence no sólo para que le deje marchar, sino también para que le acompañe. Después de recorrer una enorme distancia en pocos días -son mortales, pero no hombres normales; son "superhombres", una especia de antiguos superhéroes étnicos-, cargados de armas, se encuentran a las puertas del gran bosque, tan esplendido y extraño para dos individuos de una tierra, Mesopotamia, donde los árboles son escasos, y la madera un producto precioso. El monstruo los amenaza, los aterroriza -no se acaba de saber qué aspecto tiene, excepto que es horrible, o que inspira terror, y que tiene grandes colmillos; tal vez tenga un aspecto humanoide, menos animal de lo que se pensó en un principio-, pero los héroes -o más bien, los invasores- no hacen caso, y tanto o más pro gloria personal y deseo de pasar a la historia, que por librar al mundo del monstruo, lo atacan, hasta que, con ayuda de los vientos -Shamash, como dios del cielo, los controla, aunque en ocasiones, se considera a Enlil señor de éstos- consiguen atrapar entre sus manos a Humbaba. Éste les pide que le dejen vivir, y que se lleven la madera que quieran, y que entiendan que sólo hacía su trabajo, y obedecía a Enlil. Pero Enkidu, al ver a su amigo flaquear, lo mata, haciendo no sólo que Enlil enfurezca, sino también, curiosamente, Shamash. Por lo visto, éste quería que vencieran al monstruo -y así, tal vez, avergonzar a su rival divino- pero no que lo mataran. Pero los compañeros no parecen preocuparse por ello, y retornan orgullosos a Uruk, después de talar numerosos árboles, sin más razón que el demostrar que han vencido al que los guardaba.
Un bajorrelieve mesopotámico de Ishtar, diosa de armas tomar, pues lo era, al tiempo, del amor y de la guerra.
La diosa Ishtar -la Inanna sumeria; la Astarté cananea-fenicia-cartaginesa-, con quién Gilgamesh y Enkidu tuvieron sus más y sus menos.
Después de semejante demostración de fuerza bruta, era normal que hasta una diosa quisiera tener algo más que una simple amistad con Gilgamesh, que tenía -al fin y al cabo- media sangre divina -en las tablillas encontradas se habla de 2/3, aunque no está demasiado claro como puede ser esto posible, pero tampoco vamos a pedir a los más antiguos sumerios que se aclaren en cuestiones de herencia genética-, y que, supuestamente, había vencido por sí solo al monstruo Humbaba. El hecho de que Enkidu, que en principio no deseaba participar en aquella aventura, finalmente no sólo lo animase a seguir, sino que acabara matándolo con su propia mano no parecía tener la mayor importancia, como tampoco la ayuda de Shamash, señor del sol, y también de los vientos. Así, Ishtar -Unanna, en lengua sumeria- se le aparece, y se le ofrece no como un ser divino, sino como una mujer mortal normal y corriente. No es que quiera realizar con él ningún tipo de viaje astral, o hazaña de raíz sobrenatural, ni historias así: simplemente, lo quiere como amante, disfrutar y hacer disfrutar mediante el sexo. Al fin y al cabo, esto es lógico, pues Ishtar es, al tiempo, diosa del amor sexual, pero al tiempo, también de la guerra. Lo de serlo también de la paz o el matrimonio, parece que todavía no había llegado, y más bien correspondería a otras divinidades. O a ninguna, si se analiza con detenimiento lo que cada una de ellas representaba.
El dios Shamash (sentado, a la derecha), señor del cielo y el sol, al lado de Hammurabi de Babilonia.
Aspecto que pudo tener Ur, cercana a Uruk, otra gran potencia sumeria.
Pero Gilgamesh no parecía tener ningún interés en caer en las garras de la "señora sangrienta", como a veces se le representaba después de la batalla. Le recuerda como acabaron varios de sus amantes, humanos o animales -lo cual resulta cuanto menos curioso; creo yo, desviándome un poco de la opinión de los expertos, que cuando se habla del amor de Ishtar por un caballo o un pájaro, más que atracción sexual, sería el capricho por un animal que tendría una niña o joven malcriada, que una vez que se ha cansado de la pobre bestia, o la abandona, o, teniendo el poder que tiene, lo mata o tortura-. Como Ishtar es tan orgullosa como correspondería a una diosa tan poderosa como bella, le pide prestado a su padre Anu el llamado Toro Divino -prestado, como cuando hoy en día la hija o hijo le pide el coche a sus padres; está claro que, por muy dioses que fueran, no dejaban también de ser una familia, y ya se sabe la debilidad de los padres por sus hijas-, que era, como Humbaba, una creación menor semi-divina, un ser quizá inmortal, de enorme fuerza, pero inteligencia limitada, y siempre obediente a los dioses verdaderos. Este toro llega a la tierra, y por donde anda, hay terremotos y desgracias. Se le enfrentan los soldados de Uruk, la ciudad de Gilgamesh, pero son exterminados -unos trescientos, que en aquella época era una barbaridad-, hasta que se topa con el rey y su amigo, que, como si fuera un juego sangriento, profano y sagrado al tiempo -¿los misteriosos juegos de tauromaquia de la isla de Creta, muy posterior en el tiempo, tendrán algo en común con este combate del hombre contra la bestia cornuda?-, lo matan en breve y dura lucha. Y como si esto fuera poco, Gilgamesh arranca una pata de la bestia, y la lanza al templo de la diosa en la ciudad. Curioso aquel, que Ishtar tuviera un templo con sus sacerdotisas, reverenciado y visitado por todos, pero el rey, que antes habría acudido allá a rezar o pensar, le lanzara una pata de toro como si se la tirase a ella misma.
Claro está, aunque la diosa poca o nula razón tuviera para desear el castigo de Gilgamesh y Enkidu, forzó a su padre a hacerlo recordándole que habían matado a su querido toro -callando, claro, que lo había mandado a la tierra porque su niña se lo había pedido-, así que Anu, y tal vez otros dioses, deciden que, después de días de sufrimiento, muera Enkidu. En lugar de matar al rey, acaban con su mejor amigo, consejero y compañero, y tal vez también, lo más parecido a un amante. Gilgamesh enloquece de dolor, espera días pensando -pobre iluso- que como pago a su sufrimiento, su amigo resucitaría, pero en lugar de eso, verá un gusano saliendo por su nariz: no sólo está muerto para siempre, sino que acabará también reducido, a la larga, a podredumbre, a "volver a la arcilla".
Decide, pues, pensar que, si la muerte es tan terrible, debería saciar su dolor, al menos en parte, buscando en alguna parte la inmortalidad, y recuerda la leyenda del primer rey de Uruk, antepasado suyo, Utnapishtim, el antecesor sumerio de Noé, que sobrevivió al gran diluvio junto a su familia, amigos y servidores -más gente, desde luego, que en el diluvio bíblico, y que aquí no parece haber sido mundial, sino más bien regional, aunque terriblemente destructivo-.
Caminará durante días, a una velocidad superior a cualquier humano, y apenas sin descanso. Llegará a un túnel guardado por un hombre y una mujer escorpiones -una especie de monstruos antropomorfos- que, al oír su historia -la pérdida del amigo, su dolor, la búsqueda de la inmortalidad y de su antepasado- parecen más comprensivos de lo que podría pensar -sobretodo la mujer; los personajes femeninos, menos Ishtar, son más positivos que los masculinos-, pasa por el túnel lo suficientemente rápido para que la luz que a determinada hora lo atraviesa no lo ciegue y mate, y llega, en lo que podría considerarse casi el confín de la civilización, el fin del mundo, una posada -que ya es imaginar- atendida por una mujer -tal vez una diosa menor, o una mujer semi-divina, no se conoce bien su naturaleza-, Shiduri, que le cierra la puerta al verlo tan agotado y, a la vez, tan enfurecido y nervioso. Gilgamesh se presenta, le pregunta por Utnapishtim, y la posadera -la considerada diosa de la cerveza, lo que demuestra la importancia que esta bebida tendría en ya en aquellos tiempos-, le da, básicamente, unos buenos consejos, y le indica que, para llegar al rey inmortal, debería pasar por un lago de aguas mortales con solo tocarlas, pero que, con la ayuda del barquero de los dioses, Urshanabi, y sus ayudantes, los hombres de piedra -o las piedras en forma de hombre, no se sabe bien-. Pero como Gilgamesh es un bruto, destruye a estas "piedras vivas", y el barquero, sorprendido por semejante demostración gratuita de fuerza, le dice que, si quiere que le pase, tendrá que usar gran número de pértigas -largas cañas- como remos, para llegar a donde aguarda el rey.
El arca de Utnapishtim, antecesor mitológico de Noé, que parecía más una caja de madera que un barco.
Gilgamesh vuelve triste a su casa, porque los consejos de Shiduri y Utnapishtim -disfrutar de la vida, esperar en paz la muerte- no le convencen. Pero la mujer del rey, también inmortal, y cuyo nombre no se conoce, le habla de una planta, un alga que crece en la profundidad de un lago, que da, si no la inmortalidad, sí el rejuvenecimiento. Gilgamesh piensa en conseguirla -cosa que, con esfuerzo, pues casi se ahoga, consigue-, y probarla en su ciudad con un anciano -si muere, ya era muy viejo; si rejuvenece, la guardará para usarla cuando él también lo sea, y podrá usar otras hojas de la planta de forma indefinida-, pero cuando sale del agua, una serpiente la huele y se la lleva, la devora, y rejuvenece, sin dejar nada al obstinado monarca.
Gilgamesh podría desear morir, desesperarse, maldecir, pero parece haber aprendido una lección. Vuelve a su ciudad cambiado, con deseos de gobernar como un rey humano, justo y honrado. Al final del poema, pues toda la historia es un gran poema de multitud de versos, se vuelve a hablar de Uruk, volvemos a leer su descripción, pero ahora es Gilgamesh el que nos habla, a través de los milenios, las generaciones, después de que en Mesopotamia y el mundo hayan aparecido y desaparecido multitud de culturas y estados, y nos indica que Uruk es, para él, la mejor ciudad del mundo, que no hay nada mejor que recorrerla una y mil veces. Y, con sus palabras, después de milenios, sigue viva para seres humanos que, para los contemporáneos del Gilgamesh histórico, habrían resultado poco menos que personajes de lo que llamamos ciencia-ficción.
Hay posibilidad de leer la historia, nunca completa -no ha llegado hasta la actualidad de ninguna forma o copia-, en libros o webs, pero quizá la más interesante sea la de Stephen Mitchell, que se basa en la última y más literaria, la de Sin-lequi-unninni, pero ayudándose de la paleo-babilónica -la que posiblemente existió en tiempos de Hammurabi- y de los poemas netamente sumerios, y rellenando huecos con palabras o frases que pensó convenientes, imitando lo mejor posible el estilo de la época.
Ejemplo de escritura cueniforme. En este caso, de Babilonia -akkadio meridional, o tal vez una forma posterior, más "nacional".
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