sábado, 28 de junio de 2014

Anexo I a la ciencia-ficción francesa en la literatura.

Después de la doble serie sobre la cf franco-belga, en literatura y cine, resulta lógico, en caso de hacer nuevos descubrimientos, de ampliarla un poco.


Hace ya tiempo escribí aquí, con bastante paciencia y buscando datos aquí y allá, aparte de aprovechar mis modestos conocimientos sobre el tema, una serie, creo que de ocho o nueve capítulos -ya ni me acuerdo, y eso que de vez en cuando la repaso, por lo de las imágenes que, pasado el tiempo, dejan de ser válidas, para poner otras visibles en su lugar-, sobre la ciencia-ficción en lengua francesa, tanto de Francia, como de Bélgica -Valonia y Bruselas, la parte francófona, en general-, porque de vez en cuando me salía algún autor de este último país, y quise incluirlos también, por ser considerados, en no pocas ocasiones, tan franceses como los otros. 
Pero como es lógico, no siendo un experto, me dejé muchas cosas en el tintero -o el teclado, o como se diga ahora-, y he ido descubriendo algunos nuevos personajes, y sus obras correspondientes, de los que podría, por lo menos, dejar un pequeño comentario. Por eso he decidido hacer un anexo, y dejar claro que es el primero, porque, tanto en cuestiones literarias, como cinematográficas, con toda seguridad habrá alguna ampliación más. Es cuestión de tiempo, simplemente. 
En este caso, el anexo es literario, y hace referencia, solamente, a autores antiguos, de finales del siglo XIX, o principios del XX -hasta la década de los veinte, más o menos-, que he podido descubrir tras leer un libro sobre la cf antigua -no sólo francesa; también británica, norteamericana, e incluso española o mexicana-: "La chica del átomo de oro y otros cuentos antiguos de ciencia-ficción", de la editorial "Página de Espuma", y recopilados por Francisco J. Arellano, que es todo un entendido de dicha temática en España, aparte de editor, comentarista, articulista, contertulio, y lo que haga falta, con tal de dar a conocer el género fanta-científico donde sea posible.


Camille Flammarion, científico y escritor de ficción.
Camille Flammarion (Montigny-le-Roi, 1842- Juvisy-sur-Orge, 1925; ambas poblaciones típicamente francesas: nombre largo para pequeño tamaño), fue, sobretodo, y por ello ha pasado a la historia de la ciencia, uno de los más importantes astrónomos del siglo XIX y, por extensión, de todas las épocas. En su juventud estudió teología, pero cambió la ciencia de Dios por las de la naturaleza, y en especial, la del cosmos, la astronomía. Después de retornar al seminario tras problamas económicos de la familia, y de trabajar como ayudante de grabador, se dedicó a su gran pasión, la astronomía, escribiendo numerosas obras, tanto científicas como de ficción, que, a diferencia de las de otros científicos de la época, tenían un carácter de divulgación, y una forma mucho más sencilla y atractiva de presentar el funcionamiento y los secretos del universo al gran público, lo que hizo que fuera un gran divulgador de la astronomía. Desde 1883, además, dirigió el observatorio de Juvisy, fundado por él mismo, donde realizó todo tipo de investigaciones sobre astronomía, meteorología y climatología.
Además, fundó la revista "Astronomía" (1882), y la Sociedad Astronómica de Francia -que presidió hasta su muerte-. Ambas hicieron que no sólo sus investigaciones, sino el saber astronómico en general, estuvieran al alcance de un público mucho mayor que en otras épocas -en que, de todas formas, la población en general tenía un índice de analfabetismo, al menos en Francia, mucho mayor que en los últimos años del siglo XIX y principios del XX-, haciendo que la ciencia en general interesara a un número cada vez mayor de personas, sobre todo jóvenes, y fuera campo abonado para la ciencia-ficción, que ya estaba empezando a tomar forma con las obras de Verne o el inglés Wells, y que, pocos años después, tendría gran expansión a uno y otro lado del Atlántico.
Una de sus obras principales sería "La pluralidad de los mundos habitados" (1862), donde, quizá pro primera vez, una persona con profundos conocimientos científicos defendía la idea de la existencia de vida en otros planetas, que en ocasiones esta podría ser tan avanzada como la de la Tierra -entiéndase, la posible existencia de civilizaciones en otros mundos-, y que la vida extraterrestre podría ser, al tiempo, completamente diferente a la que conocemos en nuestro mundo. Esto hizo que no pocos científicos de edad y ganado respeto -con razón o sin ella- le criticaran, pero también hizo que fuera extremadamente conocido, incluso hoy en día se diría que mediático, por el gran público, dentro y fuera de su país.
También son suyas obras como "Historia del cielo" -descripción histórico-filosófica del cielo estrellado- o "Astronomía popular", que llegó a vender cien mil ejemplares, cifra impresionante para la época, incluso hoy en día lo sería, teniendo en cuenta que era una obra de divulgación científica. Todo eso le daría la suficiente independencia económica para no depender de subvenciones del estado, y crear su propio laboratorio, hacer ascensiones científicas en globo, y abrir el observatorio astronómico que ya se ha nombrado antes.
Fue famoso en su época, también, por la defensa a ultranza del espiritismo, después de conocer a Allan Kardec, considerado el padre de dicha paraciencia, o ciencia alternativa, como se le llamaba en la época. El espiritismo, y su "hermano mayor", más espiritual -que no sería lo mismo- y filosófico, el teosofismo o teosofía, tuvieron en el último cuarto del siglo XIX, y hasta principios del XX -más o menos, hasta el inicio de la I Guerra Mundial- una expansión y popularidad tal por todo Occidente, que hoy en día, si no lo aseguraran numerosos historiadores e investigadores de distintas nacionalidades al tiempo, nos parecería casi imposible. Y no era raro que científicos o intelectuales, como el mismo Flammarion -o Conan Doyle, el creador del célebre Sherlock Holmes, el más empirista y defensor de la lógica de todos los detectives de ficción- no sólo aceptaran una y otra pseudociencia, sino que acabaran siendo defensores incondicionales suyos.
Hasta aquí, el Flammarion científico. Pero, ¿y la ficción? De acuerdo que apoyó a Kardec, que defendía hablar con espíritus de los muertos, y demás fantasías. Pero, ¿cuándo escribió obras que realmente fueran de ficción? ¿Cuáles fueron estas? Una fue "El fin del mundo" (1893) -en inglés, traducido como "Omega, los últimos días del planeta"-, sobre el fin de la vida debido al choque, precisamente, de un planeta contra la Tierra.

Un grabado de "El fin del mundo".

Otra obra sería "Narrativas del infitino" -o así lo traduciría- (1872), de la que forma parte "Lumen", novela corta en que dos personajes, Lumen -un espíritu que acaba de desprenderse de su cuerpo material, y que ha vagado por el tiempo y el espacio, conociendo sus secretos, vedados a la humanidad-, y Quarens -amigo suyo, hombre vivo de la Tierra, que recibe cuatro visitas del espíritu, quién le explica los misterios de la ciencia que ha podido averiguar, gracias a su condición de espíritu inmaterial viajero-. La novela está estructurada en una serie de diálogos, parecidos a los que se pueden encontrar en las obras de Platón y otros filósofos griegos, y no deja de ser, en cierto modo, imitación suya: usar el diálogo entre unos personajes que representan el saber -por un lado- y el individuo con deseo de adquirirlo -por el otro- gracias a los cuales se dejan patente los conocimientos e ideas del autor.
Otras dos obras menores, "Historia de un cometa", y "En el infinito", no dejan de ser, en realidad, una continuación de la primera, y su estructura es parecida. Es una forma de enseñar astronomía, o de proponer ideas nuevas, mediante una literatura que hoy en día nos parecerá un tanto anticuada, pero que en su época no sólo era novedosa, sino que miles de personas tuvieran una nueva visión de los cielos y del universo, y que no pocos se interesaran por la investigación o, por otro lado, por la ciencia-ficción, que en aquella época estaban más unidas que hoy en día.

"Atmósfera; Meteorología popular" (1888), obra de Flammarion donde aparecería el grabado de su mismo nombre, y que tan famoso sería en su época. En principio, era en blanco y negro, pero se ha ido reproduciendo coloreado de diversas formas. Hoy en día, no resulta tan difícil adquirirlo, al menos en Francia, como un póster o cartel, o directamente enmarcado.


Su obra en ficción, por tanto, fue reducida, pero su influencia enorme. Hoy en día, hay un cráter en la Luna, y otro en Marte, que llevan su nombre.


Jean d'Agraives, y "El aviador de Bonaparte".

Jean d'Agraives (1892-1951; nombre real: Frédéric Causse) fue un prolífico escritor francés de entreguerras, dedicado, principalmente, al género de aventuras coloniales o históricas -o ambas cosas a la vez-, donde reflejaba la -real o supuesta- grandeza de la expansión colonial francesa, y la nobleza y valentía de los soldados y marineros de dicho país. Pero también se dedicó a otros géneros, o sub-géneros, incluido el que podría llamarse "peligro amarillo", donde los nobles europeos -franceses, claro, prototipo de lo mejor del viejo continente, aunque británicos y norteamericanos tampoco fueron nunca menos nacionalistas y sus correspondientes literaturas de "engrandecimiento nacional"- se enfrentan a malvados, básicamente siempre chinos, que sueñas con dominar el mundo, y cambiar el status quo del reparto de poder mundial, donde los occidentales llevaban la voz cantante. No deja de ser curioso, de todas formas, que todos los escritores -como también gran parte de los políticos, intelectuales o militares- de Europa y Norteamérica vieran un peligro a corto plazo en la decadente, arruinada y dividida China, mientras consideraban al vecino Japón -aparentemente, más civilizado, noble, culto y, de alguna forma, de confianza- como un país del que poco había que temer. Cierto que, en su momento, en 1905, los nipones destruyeron a la armada de guerra rusa en uno de los mayores desastres militares que sufrió el coloso eslavo, pero muchos europeos pensaban que, en cierto modo, se lo tenían merecido. Y además, militar y tecnológicamente hablando, estaban hechos una calamidad.
Pero a lo que iba. d'Agraives escribió una novela por entregas, como las del siglo XIX, aunque ésta tratara de 1926, en la que el avión, o más bien el aeroplano, se inventó en Francia en 1796, en tiempos de la Francia revolucionaria, en guerra contra más de media Europa, y donde empezaba a brillar la estrella de un joven general, Napoleón Bonaparte, en lucha contra Austria, el Piamonte y otras potencias en Italia. Aquí se habla de una "historia secreta", que más bien es una ucronía, una historia alternativa, donde el noble bretón, e inventor del avión en cuestión, Knight Trelern, y su ayudante, el mecánico Nail Antoine, luchan a favor de la República Francesa mientras sobrevuelan Niza y Venecia. Pura fantasía mezclada con historia nacional -francesa, se entiende-. No es que sea una obra de arte, pero por lo que tengo entendido, en Francia, las distintas entregas -se publicó, en principio, por "fascículos", para más tarde publicarse en un solo libro, más práctico, pero quizá con menos encanto- son buscadas por no pocos coleccionistas, jóvenes y mayores.


Portada de una de las entregas de la serie sobre el avión que formó la imaginaria fuerza aerea de Napoleón.

Principalmente en la editorial Hachette, publicó cerca de cincuenta novelas, la mayoría de aventuras. La primera sería "La isla que habla", seguida por otras obras de "aventuras geográficas", o de viajes a lugares desconocidos, como "La gloria bajo las velas". A partir de ahí, pasaría a las obras de piratas o combates marinos -en esta ocasión, los protagonistas no sólo eran franceses, sino también británicos; al tiempo, se notaba cierta germanofobia, al igual que sinofobia-, como serían "El último pirata", o "El imperio de las algas".
Respecto a la época napoleónica, aparte de "El aviador de Bonaparte", aparecerían obras más realistas, con el emperador francés de protagonista, principal o secundario, como "El espía de Nelson", o "El comandante del emperador", para acabar entrando también en el mundo del espionaje, con "Las puertas del mundo", o de la ucronía, con "Virus 34", donde ya no hay tierras vírgenes que explorar o colonizar, sino enemigos nuevos -¿los nazis?- con los que la República Francesa, que él siempre defiende como estado ideal, se las tendrá que ver.
Famoso hasta su muerte en 1951, a partir de la década siguiente su nombre se iría olvidando, hasta ser, hoy en día, un personaje conocido, básicamente, por los amantes de la "novela popular" anterior a 1950, y sus seguidores, actualmente, son pocos, aunque parece que bastante fieles.


Como casi cualquier otro escritor de pulp, d'Agraives también escribió, al menos, una novela además con ambientación histórica, romántica -o como dice la portada, "novela pasional", que tiene más fuerza; sabían vender bien, las historias, en el país vecino, y siguen haciéndolo de forma excelente, sean buenas o malas, todo hay que decirlo-.


Louis Octave Uzanne, y "El fin de los libros". Bibliófilo que imaginó el fin de lo que más quería.

Uzanne (1851-1931) no era, realmente, un auténtico novelista sino, principalmente, un bibliófilo, una persona que deseaba que no se perdieran las obras del pasado, pero que también deseaba que las nuevas voces -o no tan nuevas, simplemente, no demasiado antiguas- también pasaran al papel escrito y se conservaran para la posteridad. Además, fue un periodista, y un interesado por la moda femenina, razón por la que escribió libros, llenos de fotografías y coloridas ilustraciones, que son una magnífica guía de cómo vestían las mujeres de finales del siglo XIX y el primer tercio del XX.
Seguidor del bibliófilo Charles Nodier -el creador de "Infernaliana", donde habla de todo tipo de monstruos y seres fantásticos, fantasmas y vampiros incluidos-, formó parte de la "Sociedad de amigos de los libros", al considerarla demasiado conservadora, y después de hacerse un nombre tras recuperar obras casi desconocidas y olvidadas del siglo XVIII, y formó otras dos: "Sociedad de bibliófilos contemporáneos", y la "Sociedad de bibliófilos independientes". También tuvo amistad con editores, se interesó por los avances tecnológicos en la imprenta, en el periodismo, etc. 

Un retrato de Octave Uzanne por Félix Vallotton (1892).

Pero aquí, más bien habría que hablar de un relato interesante, "El fin de los libros", que contó con ilustraciones del genial Albert Robida, del que ya se habló en otra entrada sobre la cf francesa, donde algunos intelectuales bibliófilos -como él mismo- de diversos países, discutes sobre el futuro, el avance o los cambios, no sólo en lo tecnológico -que no les interesa sobremanera-, sino también sino también en las artes y las letras. Y cuando se habla de los libros, uno de los personajes cree, o más bien afirma con rotundidad, que éstos, como tales, desaparecerán, o más bien, dejarán de imprimirse en papel, para ser relatos pre-grabados, y que se pueden oír en forma de discos o, más bien, como primitivas cintas de gran capacidad, pues las habrá de periódicos, relatos o novelas largas. Según él, la humanidad dejará de tener problemas de vista debido a la lectura, para comenzar a sufrirlos con el sentido del oído, debido a que los libros ya no tendrán que leerse, por desaparecer el formato papel, para transformarse en grabaciones que podrán comprarse, o escucharse sin adquirir en propiedad, casi en cualquier sitio. En resumidas cuentas, una versión antigua de los actuales libros electrónicos, pero en tiempos de la "Belle Époque".

Una editorial -según el autor- del futuro, donde los libros, en lugar de ser impresos, son grabados, que es lo que están haciendo los empleados, elegidos por su buena voz, y su facilidad de pronunciar correctamente y conquistar a los futuros clientes por lo atractivo y cadencioso de ésta, como si fueran actores de doblaje (ilustración de Robida).

Octave Uzanne, visitado por las musas de la moda, que él vistió y desvistió siempre que quiso.

Por el momento, ya está bien. La ciencia-ficción en francés -en Francia, Bélgica, Suiza, Quebec-, todavía cuenta con multitud de autores, incluyendo algunos que la tratan de forma tangencial o momentánea. Un ejemplo sería la autora belga de la que ya he escrito dos entradas, Amélie Nothomb, pues tanto su obra de teatro "Los combustibles", como su novela "Ácido sulfúrico", que todavía no he comentado, no dejan de ser dos ucronías. Una sobre el fin de la civilización debido a la violencia desbocada, la segunda  sobre la deshumanización de una humanidad teóricamente civilizada y liberal. Su obra "Peplum", sobre un individuo que permanece en hibernación durante siglos para despertar en un futuro extraño para él, no deja de ser, también, un tema clásico de la ciencia-ficción de las últimas décadas.


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